El nunca lo haría
Imaginen Nueva York. Esta gente que se aposta en la esquina y que son negros y aquellos que caen por su propio peso y beben yogur desganadamente, como si la boca fuera el espejo del alma, están ahí porque no hay ningún otro sitio que sostenga mejor sus espaldas cansadas más por el tiempo que por la edad. Imaginen que esta esquina en la que las camisas floreadas se venden baratas y los guardias miran de reojo por si tienen trabajo no es la Gran Vía, sino Central Park, y esos viandantes sin césped que se besan en medio del sudor son chicos de Minnesota que han venido por si acaso.Todo el mundo está en esta esquina por si acaso. No es Nueva York ni lo será jamás, porque, primero que nada, esta zona del mundo la pintó Antonio López, y el manchego ensimismado nunca haría lo mismo de una esquina igual de Nueva York.
No hay esquinas iguales en Nueva York, y esto, además, no es Nueva York. Es Madrid, simplemente, una ciudad manchega al oeste de Jauja que el otro día se quitó el pelo de la dehesa y que vive el sueño de ser otra. En verano, sin embargo, se le ven las carnes, porque las calles se vacían y la gente vuelve a hablar a gritos.
Acaso esta esquina de la Gran Vía es el único sitio de Madrid donde no se habla de vacaciones. Están aquí por si acaso: del mismo modo que por si acaso van a los bares los solitarios, ellos tienen una esquina por si acaso. Ningún guardia entra en los bares para descubrir el grado de relación que hay entre los solitarios, pero da la impresión de que tienen una curiosidad insaciable por ver qué hace esta gente cuando se encuentra en la esquina.
Ellos no harían lo mismo con los agentes, con toda probabilidad. Pero así son las cosas, paradójicas y crueles: los solitarios son sospechosos en su propia soledad, y Madrid es una ciudad con cuatro millones de sospechosos que a su vez sospechan de los otros.
La ciudad de la sospecha
La ciudad de la sospecha mutua se queda progresivamente sola, como si el verano la pusiera en su sitio, y esta ciudad a veces tan despiadada como entrañable se cree efectivamente otra y más humana, y mientras mira con el rabillo del ojo cómo se deshidratan los solitarios en las esquinas, contempla el anuncio de ese perro que seguro que se va a quedar en la calle a mediados de agosto. Él no lo haría, dice el anuncio que miran embobados los madrileños que ya tienen el petate dispuesto para tender sobre la playa. Con los ojos ausentes de los perros, ese can grisáceo de las vallas vuelve a apelar a los buenos sentimientos de los que se van de vacaciones. Es probable que más de uno se salve gracias a ese anuncio veraniego.
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