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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Para que funcione

EN ESTAS fechas en que la ciudadanía ha pasado el mal trago y los sinsabores de la declaración de la renta (positiva) conviene recordar el profundo significado democrático que entraña su compromiso fiscal con la comunidad. Conviene recordar que la fiscalidad moderna es consecuencia de un proceso revolucionario liberal de amplio alcance. La famosa e histórica fiesta del té de Boston, en la que los colonos americanos se sublevaron contra la corona británica lanzando al agua las balas de té de importación al grito de "No taxation without representation", permanece ahí, como emblema que enlaza la idea de la libertad democrática con la de una fiscalidad moderna.Ha llovido mucho desde entonces. Pero permanecen inalterados tres principios que ya entonces se apuntaban: la universalidad del impuesto, por la cual debe afectar a todos los ciudadanos; el equilibrio de la carga fiscal, en búsqueda de una distribución equitativa, y el voto como elemento de justificación de los recursos individuales allegados para la comunidad.

En estas semanas en que han saltado a la palestra política española las irregularidades en la financiación de los partidos -con su corolario de desincentivación a la conciencia fiscal de la sociedad- es preciso recordar estas cosas para combatir el desaliento y el escepticismo de extensas capas sociales. Ciertamente existen en nuestro país -aunque no sólo en él- elementos atentatorios contra los principios enunciados: el fraude fiscal, por ejemplo, que conculca la universalidad del impuesto, la distinta participación de las diferentes clases sociales en la recaudación y, en definitiva, resulta atentatorio contra la distribución equitativa. Cálculos recientes del Instituto de Estudios Fiscales indican que solamente en el impuesto sobre el valor añadido (IVA) los españoles han ocultado a Hacienda alrededor de tres billones de pesetas desde la implantación del impuesto en 1986, es decir, el 25% de la recaudación total de este impuesto. No es, desde luego, una realidad como para levantar la moral del ciudadano medio que trata de cumplir correctamente sus deberes con la Hacienda pública.

El segundo elemento polémico es la distribución desigual de la carga fiscal. Si las rentas del trabajo componían el 82,2% de todas las declaradas vía IRPF en 1983, en 1988 aún suponían el 75,2%. En ese periodo, las rentas declaradas por actividades empresariales aumentaban desde el 5,3% al 8,7%; las agrícolas, del 0,5% al 1,8%, y las de profesionales y artistas apenas se han movido desde el 3,4% al 3,6%. Expresado en cifras brutas, los trabajadores asalariados pasaron en ese plazo de declarar 6,3 billones de pesetas en 1983 a 11,2 billones en 1988, mientras que los profesionales saltaban de 400.000 millones a 1,3 billones; los agricultores, de 40.000 millones a 237.000, y los artistas y profesionales, de 263.000 a 492.000 millones. El progreso hacia un equilibrio mayor es innegable, pero los últimos datos revelan que todavía existe una enorme desproporción entre la aportación fiscal de los contribuyentes sometidos a nómina y los que no lo están.

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Es verdad que la presente reforma fiscal tiene por objeto encontrar soluciones a estos problemas. Pero también lo es que eso mismo revela que siguen existiendo, y agudamente. Y que mientras existan no se habrá alcanzado la tan ansiada modernidad, por lo menos en su vertiente tributaria. Un país sólo puede ser moderno sí dispone de recursos para financiar sus proyectos, sus infraestructuras y sus servicios, pero sólo dispondrá de los mismos si los allega correctamente, es decir, si estimula el consenso social necesario asentado en la convicción general de que la carga fiscal está bien repartida. No es tolerable, pues, ninguna frivolidad sobre los impuestos, aunque lógicamente su exacción no genere entusiasmos apasionados. Y lo que es tan importante como todo lo anterior, el grado de civismo y validez del sistema depende también de que los recursos conseguidos se gasten eficientemente.

El socialismo español ha reiterado hasta el cansancio y desde hace 10 años la idea de la modernidad como elemento esencial de un socialismo que se quiere pragmático y eficaz. Para que España funcione, era el lema. Pues bien, fiscalmente España no funciona todavía. En el apartado de los ingresos, por el mantenimiento y reproducción del fraude y por la persistencia de un reparto desigual de la carga impositiva. En el de los gastos, por el caos y el desprestigio crecientes -al menos en términos relativos- de la actuación de las administraciones. Algunos servicios públicos funcionan lánguida, zafia y cansinamente, desde los de Correos hasta las comunicaciones telefónicas, pasando por determinados servicios de seguridad. Ante su encorsetamiento se ven sustituidos progresivamente por fórmulas alternativas privadas (compañías de mensajería, cuerpos de seguridad...).

Las empresas públicas de servicios, enfiladas por una cíclica y dura actividad huelguística, desorientadas por una gestión económica nada brillante y corroídas por distintos cánceres corporativistas, chapotean en la inanidad. El ejemplo de Iberia, a estos efectos, es paradigmático. Finalmente, las infraestructuras de los servicios sociales, pese a las mejoras registradas sectorialmente, continúan dejando mucho que desear: ahí siguen las lacras crónicas de la red asistencial sanitaria -las colas, el burocratismo, la irresponsabilidad que traslucen hechos como los de Zaragoza para certificarlo.

La España pública ha mejorado en bastantes aspectos, desde luego -la ensenanza, algunos centros administrativos-, pero sigue imponiendo su ley el reino de la chapuza. Por tanto, no sólo es legítimo, sino obligatorio y operativo, que los ciudadanos hagan balance exacto de los defectos que perviven. Y que se quejen. Y que exijan. Lejos de nosotros sostener la postura de la derecha cavernícola y sus mensajeros, que aprovechan estas lacras como vil coartada para justificar la insolidaridad social, el absentismo fiscal y el más elemental y demagógico antidemocratismo. Al contrario. Incluso conscientes de los defectos en el sistema recaudatorio y las insuficiencias de los sistemas del gasto público, hay que seguir pagando. Porque sólo así se puede exigir honestamente. Si de ninguna manera puede haber recaudación sin representación, tampoco es viable defender los votos sin pagar los impuestos.

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