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El capitalismo según Wojtyla

Las encíclicas sociales pertenecen a un género literario singular. Se trata, en efecto, de discursos teóricos con innegable intencionalidad práctica, pero al ser el sujeto del discurso -el Papa y lo que él representa- distinto del agente llamado a ponerlo en práctica -los empresarios y políticos católicos, fundamentalmente- está obligado el susodicho discurso, para llegar a ser efectivo, a hacerse cargo de los intereses de los potenciales agentes de su aplicación, so pena de quedar en agua de borrajas.Para salir del dilema, hubo teólogos a mitad de los años sesenta que se plantearon el paso de la doctrina social a la teología política: una palabra que invita, a la acción sólo tiene credibilidad si quien la pronuncia es el mismo que la cumple. Si de lo que se trata es de promover un orden social justo, lo que había que hacer era colocar la teoría y la práctica de la Iglesia en la órbita de la justicia. Los valores que se pretendían defender en la sociedad se convertían así en el tribunal del discurso teológico. La crítica ideológica se metía dentro de casa, y lo que empezó siendo consejos para ricos acabó convirtiéndose en autoexigencia de cambio. Así nació la teología de la liberación, la concreción más conocida de aquellas teologías políticas.

Del crédito que merece a los autores de la doctrina social el planteamiento de las teologías políticas da fe el calvario de la teología de la liberación por las oficinas del Vaticano, lo que no hace sino agravar el problema de credibilidad de la primera.

Centessimus annus es un caso típico de doctrina social. Pero con una notable particularidad: no estamos ya ante un caso de denuncia ideológica como hizo la Rerum novarum respecto al socialismo y, en menor medida, al liberalismo, ni siquiera ante la condena de determinadas lacras sociales y políticas, como ocurrió en otros casos. La encíclica de Juan Pablo II se parece más a una oferta casi sistémica hecha a los países del Este, que, liberados del socialismo real, se aprestan a construir su futuro. Existe un mercado político nuevo en el que pujan todo tipo de ideologías. Karol Wojtyla tiene una oferta. Si el motivo de este escrito papal es la celebración de un centenario, el objetivo es ofrecer una salida a la crisis del Este.

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La referencia a la encíclica de León XIII es una inapreciable carta de visita para el objetivo que se pretende, ya que "las previsiones en él apuntadas se revelan sorprendentemente justas a la luz de cuanto sucedió después" (número 12). La Iglesia, pionera en la lucha contra el marxismo (marxismo, socialismo, colectivismo, totalitarismo son términos equivalentes en el escrito), cuenta con credibilidad suficiente a la hora de plantear alternativas al socialismo real. Por eso pide que se recuerden los elementos de su análisis crítico: la violación de la dignidad del trabajador, la ineficacia económica del colectivismo y, sobre todo, el vacío social provocado por el ateísmo. Eso estaba llamado al fracaso.

Quien quiera edificar sobre seguro tendrá que sacar las consecuencias de lo que significa crear un sistema político desde el olvido de Dios: fundamentación trascendente de la libertad, ya que "una libertad que rechazara vincularse con la verdad caería en el arbitrio y acabaría con someterse a las pasiones más viles" (número 4). Naturalmente, se trata de la verdad trascendente, de la que la Iglesia es mediadora, puesto que "si no existe una verdad trascendente, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres" (número 44). El Papa, al tiempo que se cobra la factura por haber diagnosticado a tiempo el fracaso del comunismo, recuerda a quienes tanto hablaban de la enemiga entre el movimiento obrero y el cristianismo y buscaban extrañas convergencias entre el marxismo y el cristianismo, que eso se acabó: movimiento obrero y religión se han encontrado en la común tarea de acabar con el comunismo ateo. Fin de los experimentos rojos.

Este convencimiento de que no hay sociedad justa si no proviene de una concepción cristiana de la persona (número 12), ¿apunta hacia la teocracia? Sería exagerado afirmarlo, puesto que en un momento reconoce la autonomía de la sociedad política (número 25), aunque bien es verdad que para señalar su distancia respecto al reino de Dios. La encíclica se conformaría con un Estado substantivamente confesional, un Estado cuya normatividad emanara de lo que el Papa entiende por verdad. Este Papa lleva años en campaña electoral, aleccionando a sus huestes para que hagan valer en la sociedad sus valores e intereses (partidos cristianos, sindicatos cristianos, escuelas cristianas, prensa cristiana, etcétera). Ahora la moral del Estado también tiene que ser católica.

No se debe infravalorar la oportunidad de la oferta papal. En momentos de desorientación y desconsuelo como los que viven los países del Este no es irrelevante la propuesta de un referente sólido que sirva de orientación y consuelo. Este Papa eslavo sabe, evidentemente, de qué habla y en qué estado de necesidad se encuentra esa gente que son su gente. Otra cosa es la calidad de la oferta.

La repetida proclama del fracaso del comunismo, hecha con la no disimulada complacencia de quien se sabe ganador de un arriesgado pronóstico histórico, plantea una comprometida pregunta, y que el Papa, ciertamente, no rehúsa: el derrumbe del comunismo, ¿significa que la humanidad ha encontrado en el capitalismo el modelo universal para el desarrollo de los pueblos, sobre todo para los del Tercer Mundo? (número 42). No es fácil responder, replica la encíclica. Si por capitalismo entendemos libertad de empresa, mercado libre y propiedad privada, la respuesta es positiva. El capitalismo es el modelo de futuro. Ahora bien, si por capitalismo entendemos en ejercicio de la libertad individual sin ligazón "con la libertad humana integral", la respuesta es negativa. Esa ligazón de la libertad individual con la "humana integral" se puede, al parecer, entender de dos maneras: en primer lugar, como relación entre interés privado y bien común. No sería de recibo aquel capitalismo que se desentendiera del interés general. En segundo lugar, como remisión de la libertad individual a la verdad trascendente, religiosa, que sería el fundamento de una concepción integral del hombre, de la sociedad y de la política. El capitalismo lo tendría muy fácil en el primer caso y menos fácil en el segundo. Al capitalismo, en efecto, no le pone nervioso el que se le exija una "fructuosa coordinación" entre el interés privado y el general, ya que desde Adam Smith no ha cesado de proclamar el feliz encuentro entre el libre juego de las partes y los intereses generales por mor de la mano invisible ayudada, eso sí, por una lucha sin contemplaciones contra toda tentación de monopolio.

Más complicado resulta satisfacer la última exigencia que apunta a una especie de fundamentación teológica del capitalismo. Aunque siempre se puede encontrar uno con un banquero que haga teología en ratos libres, no parece ser ése el entretenimiento favorito. No es, sin embargo, una exigencia desmedida. Mundialmente conocida es la tesis weberiana según la cual el espíritu del capitalismo brota de la teología calvinista de la predestinación. Y hoy estamos asistiendo, en Estados Unidos, por ejemplo, a un furor teológico por el capitalismo. Los neoconservadores ya hace tiempo que entendieron que sin las virtudes cristianas de la sobriedad, la austeridad, la eficacia, el ahorro, etcétera, el capitalismo morirá a manos del consumismo, el hedonismo, el despilfarro y el-gastar-más-de-lo-que-se-gana. De los mismos vicios y sus correspondientes virtudes también habla el Papa venido del Este.

Hay que reconocer que una fundamentación teológica del capitalismo sólo comporta beneficios. Abundan ahora teóricos del capitalismo dispuestos a reconocer las condiciones que el Papa exige al capitalismo para hacerle suyo. Centessimus annus da un paso al frente en el reconocimiento del capitalismo al poner fuertes exigencias que éste está en condiciones de satisfacer.

Más dificil es llevar la lógica de la encíclica al terreno político. Según el escrito, una democracia que se precie debería fundarse en la verdad religiosa. Por eso no son de fiar esas democracias que aceptan como verdad lo que determina la mayoría (número 46). Parlamentos ha habido que decidieron por mayoría la inexistencia de Dios. Pero las democracias modernas hace siglos que abandonaron toda pretensión de verdad. Lo suyo es la convivencia. Vale todavía lo que decía Voltaire, que los pueblos encontraron la paz y abandona ron las guerras de religiones cuando los Estados dejaron de hacer teología. En un Estado teológico seguro que se hablará de verdad, pero al precio de la guerra. En un Estado democrático no se hablará de verdad, pero se podrá vivir en paz. Al Papa no le gusta Voltaire.

Esta encíclica se está leyendo más en el Este que en el Oeste. Para ese lector la naturaleza religiosa del documento papal añade interés. Decirle que el fracaso del comunismo se debe, entre otras razones, a su ateísmo puede provocar una simpatía equiparable a la antipatía por el comunismo. Como por ahí casi todo el mundo se está descubriendo anticomunista, el interés por la encíclica está asegurado. ¿Ayuda eso a resolver los problemas? Dudoso, al menos en dos puntos. La descalificación de todo el reciente pasado en nombre del ateísmo no ayuda a una recepción crítica de un pasado del que hay mucho que olvidar y algunas cosas que recordar. No se construye el futuro destruyendo todo el pasado. A esa moda, sin embargo, se apunta la encíclica. Pero hay más. Se puede presumir que la religión va a jugar un papel fuerte en el futuro de esos países. Ahora bien, proponer una teocracia blanda o una teología cierra la puerta a una posible cultura política, nueva e innovadora, crítica y laica, en la que la tradición religiosa depositara un gramo de sabiduría. Hay muchas preocupaciones en la encíclica que no deberían estar ausentes de esa nueva cultura política -la insistencia en la universalidad de los valores, por ejemplo- Pero para que pudieran ser tomadas en consideración deberían respetar las reglas de juego de la razón moderna. No es el caso, y la cosa no favorece ni a los países del Este ni al propio cristianismo.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofia del CSIC.

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