La vacuidad tras la guerra
Una mañana del pasado mes de febrero, miles de parisienses encontraron en la puerta de su domicilio una bolsa con cruasanes, publicitario obsequio de un periódico conservador que consagraba su primera plana al acontecimiento, entonces relevante, de la llamada guerra del Golfo. Se trataba del mismo diario en el que esporádicamente había escrito Marcel Proust, quien precisamente también vinculaba cruasanes y lectura del periódico, y ello a propósito de otra guerra; guerra que, nos dice, fue razón suficiente para cerrar el Museo del Louvre, pero no para clausurar el salón de Madame Verdurin, cuyos invitados encontraban cotidiano pasto en la becatombe de regimientos enteros de la que recibía cumplida información la anfitriona a la hora del desayuno:"Madame Verdurin, lamentándose por sus jaquecas de no tener (en plena guerra) cruasanes que mojar en su café con leche, acabó por conseguir una receta para que se los hicieran en cierto restaurante ( ... ) Sin dejar de mojar el cruasán en el café con leche y de dar papirotazos a su periódico para que se mantuviera abierto sin que ella tuviera necesidad de sujetarlo con la mano de mojar el cruasán, decía: '¡Qué horror! Esto es más horrible que la más horrible de las tragedias. Pero la muerte de tcdos aquellos ahogados debía (le verla ella reducida a un milésimo, pues mientras, con la boca llena, hacía estas desoladas reflexiones, el aire que sobrenadaba en su cara, traído a ella probablemente por el sabor del cruasán, tan eficaz contra la jaqueca, era más bien un aire de plácida satisfacción".
Doloroso hubiera sido, ciertamente, releer hace unos meses estas líneas y encontrar espejo verídico de la propia doblez en la actitud tan implacablemente denunciada por el narrador. Amparados por el privilegio de su posición social, los Verdurin consiguen instrumental izar al servicio de su frívola existencia una guerra que transcurre a escasos kilómetros de sus comicios y que conmociona la historia europea. Fácil es suponer qué tipo de rentabilidad cabe extraer de conflictos en los que las víctimas son exclusivamente exóticas y ocasión para que los alcahuetes de la situación social generadora del conflicto mismo nos extasíen con discursos relativos a la unidad moral de las naciones y al triunfo del derecho. Instrumentalización no menos sórdida cuando se trata de esas guerras próximas pero acotadas en su radicalidad como en sus efectos; guerras a cuya solución nadie parece apuntar por ser compatibles con una cotidianidad confortable... excepto para las víctimas. Y así, ante la irriagen del pobre hombre postrado ante el cadáver de su hijo e insensible al argumento de que ha caído heroicamente, punzanie resulta constatar que, en cualquier caso, el conflicto es alirriento para las frívolas conversaciones de quienes (sin comproiniso real y hasta secretamente satisfechos de las bajas propia,s, esgrimibles como prueba dé la ignominia del contrario) ne, tienen siquiera la inquietud de que el objeto de sus miserables intercambios de opinión ponga en peligro alguno de sus no menos miserables hábitos de alimento o de ornato.
En un capítulo de La interpretación de los sueños, al denunciar los increíbles pretextos que sus pacientes encuentran para no enfrentarse a la verdad, para seguir inmersos en un mundo de síntomas, Freud escribe: "Todo lo que perturba la marcha del trabajo analítico es resistencia Puede ciertamente morir el padre del paciente sin que él sea quien lo ha matado, puede estallar una guerra que ponga fin al análisis ( ... ) no obstante, la resistencia se muestra inequívocamente en el aprovechamiento gustoso y excesivo del acontecimiento".
El conflicto de los pasados meses ha sido ocasión de un gran momento de resistencia. Alimento para la, inútil existencia de ociosos víctimas de sus propios privilegios y que Marcel Proust condena a envejecer en el dolor propio de las vírgenes y los perezosos, dolor que la fecundidad y el trabajo curarían". Pero sobre todo alienante ocasión de evadirse para aquellos cuya vida se halla quebrada por la alternancia entre un trabajo absurdo y una complementarla vacación no menos embrutecedora. Para unos yotros, el pretexto se ha agotado demasiado pronto. La rriladre de las batallas sólo ha resultado tal en el sentido de que ha generado un auténtico mono de guerra, síndrome para el que no si rven ya de bálsamo los avatares del enfrentamiento deportivo. De ahí la sistemática explotación de conflictos nuevos, o resucitados, en los que se nos invita a sumergirnos imaginariamente.
No obstante, el deseo de verdad no puede ser totalmente extirpado. Cabe pues que lo particularmente estéril de la diversión ofrecida, lo acentuado de la cotidiana resaca, nos haga reaccionar. Y en tal caso empezaremos auténticamente a luchar, es decir, a sentar las bases para que sean abolidas las condiciones sociales que hacen posible el que seres de razón nos empantanemos una y otra vez en combates de los que nada cabe esperar. Sentar las bases que permitirían a los sujetos de todas las culturas acceder a esa lucidez que Aristóteles sitúa como marco de la condición humana y que, de ser efectivamente compartida, perniltiría desterrar los falsos problemas para enfrentarnos colectivamente a la verdad: la verdad cristalizada en el trabajo noble de la ciencia como en la tarea del arte, respecto a la cual Proust escribe:
"¿Qué tarea no están dispuestos a asumir con tal de escapar a ésta? Cada acontecimiento, ya sea el affaire Dreyfus, ya sea la guerra, proporciona la excusa oportuna (...) Pretendían asegurar el triunfo del derecho y la justicia, rehacer la unidad moral de la nación se trataba sólo de excusas excusas que en el arte no constan, pues en éste las intenciones no cuentan 1 ... ) El arte, lo más absolutamente real, la escuela más sobria de vida y el verdadero Juicio Final".
es catedrático de Filosofia de la universidad del País Vasco.
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