'Centesimus annus' A. GARRIGUES DíAZ-CAÑABATE
La encíclica Centesimus annus ha levantado, como de costumbre, alabanzas y menosprecios; de estos últimos, el más corriente es decir que no dice nada nuevo, sino, en sustancia, lo de siempre, y específicamente lo que ya se ha dicho en documentos recientes y sobre los ponticificios recientes sobre todo en el Concilio Vaticano II.Pero la misión de la Iglesia es precisamente ésa, decir lo de siempre, o sea, lo que dijo el Señor cuando estuvo en la tierra. Ese mensaje, en su esencia, no puede cambiarse. La Iglesia evoluciona como lo hace el mundo y el hombre, pero dentro de los límites intocables, inexorables, del mensaje de Cristo; así evolucionan también los hombres dentro de su especie específica, la humana, la de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, la de ser hijos de Dios, y no por una evolución zoológica, como dicen los evolucionistas.
La Iglesia no puede innovar lo que dijo también su Fundador, pero "la fe es por el oído, y el oído", por la palabra de Dios". Esta no puede cambiar, pero el oído del hombre cambia; no es lo mismo en cada momento histórico ni en cada región de la tierra. Pues bien, la palabra de Dios tiene que hacerse al oído de cada hombre, conforme a su naturaleza y a su condición, para poder llegar a su destino: el corazón del mismo.
La Rerum novarum habló a los hombres de su tiempo -principios de siglo-, muy distantes, muy distintos del hombre actual. Hoy, el papa Juan Pablo II habla sobre el problema social, "la cuestión obrera", después de haberlo hecho Pablo VI, y sobre todo Juan XXIII y el mismo Juan Pablo, y no digamos el Concilio Vaticano II. Son (locumentos recientes y, sin embargo, el momento histórico es otro diferente.
En los anteriores documentos pontificios había dos mundos dentro del campo del trabajo y de la economía: el comunista y el capitalista. El primero tenía una enorme fuerza de atracción no solamente para los desheredados del mundo capitalista, sino también para una gran parte de la intelligentsia de izquierdas, y el enfrentamiento entre ambos era tan grande que bordeaba, hasta ayer, el conflicto bélico.
Pero cuando Juan Pablo escribe su encíclica, la gigantesca construcción del comunismo, el socialismo real, se había hundido, se había hecho escombros. El muro de Berlín ha caído no por un empuje exterior, una guerra, sino por la propia falsedad de sus cimientos. La encíclica recuerda que la primera rebeldía se produce en la Polonia católica, por eso de que la fe mueve montañas. Y es verdad, pero en la polémica comunismo-capitalismo hay que reconocer que el socialismo, en todas sus formas, y la prepotencia político-militar del imperio soviético han tenido una gran influencia en la evolución del capitalismo, desde sus originarias formas salvajes hasta la organización del sindicalismo puramente laico, que ha ejercido y ejerce -salvada la negatividad de sus excesos- una acción positiva en la humanización del capitalismo.
El Papa, en su encíclica, no está contra el capitalismo porque sea el sistema que ha prevalecido en el enfrentamiento con el comunismo. Tiene, naturalmente, presente la crítica tradicional de la Iglesia contra el comunismo y el materialismo, cuya radicalización en el siglo XVIII toma toda su fuerza y su empuje en el siglo XIX, imponiéndose a una enorme porción de la tierra en el siglo Y-X. Esa crítica ya no tiene sentido, aunque haya países, como la China comunista, que siguen siéndolo, o como la Cuba de Fidel Castro. Y no lo tiene porque la ruina del socialismo no viene de que haya sido derrotado en una guerra por la fuerza de las armas, como tantos imperios que han caído a lo largo de la historia por haber sido vencidos o destruidos.
La Rusia soviética, que, después de matar la Rusia de los zares, ha vivido 70 años, ahora ha muerto. El régimen estaba muerto, pero el que ha tenido el valor y la virtud de decretar su defunción ha sido Gorbachov; sea cualquiera la suerte política de este hombre, eso no hay que olvidarlo. La Rusia que ahora emerge y que sufre los dolores del parto está sujeta a traumas profundos y a posibles desgarramientos, pero lo profundo del alma rusa, su cultura, su literatura, su música, sus técnicas y tantas otras cualidades y dimensiones, todo ello está muy vivo, y en ello está la grandeza humana y religiosa de su alma, y eso es algo que necesita Europa y que necesita el mundo.
Pero, después del comunismo soviético, ¿ha quedado sólo el capitalismo? Por lo pronto, la expresión capitalismo es quizá equívoca y ambigua. Lo que es el marxismo se expresa en estos dos textos: "Un ser no es subsistente más que si debe su existencia únicamente a sí mismo. Un hombre que no vive sino por la merced de otro debe considerarse como un ser dependiente. Pero yo vivo totalmente por la merced (de otro) si no sólo le debo la continuidad de mi vida, sino (y sobre todo) si él ha creado mi vida; si él es la fuente de mi vida, si mi vida tiene necesariamente tal fundamento fuera de sí misma, si no es mi propia creación. Así pues, para ser consistente y autónomo, el hombre no puede deber a nadie su existencia, tiene que hacerse a sí mismo..." (Marx). "La vieja teología se ha ido al diablo; ahora está firmemente establecida la certidumbre de que la materia se mueve en su ciclo eterno... No hay nada eterno, de no ser la materia en eterno movimiento y transfórmación y las leyes según las cuales se mueve y se transforma" (Engels).
Pues bien, un capitalista que no crea más que en la materia -es decir, que no crea más que en el dinero, que es pura materia-, y que crea que se ha hecho a sí mismo, es tan marxista como Marx y Engels.
La Iglesia no es contraria al comunismo ni lo ha sido nunca. Originariamente, el comunismo, en el sentido de comunicación de bienes, rigió entre los primeros cristianos, y ese sistema se mantiene hoy en muchas órdenes y congregaciones religiosas. A lo que es contraria es a que el hombre crea que no es una criatura de Dios, sino del trabajo, al que se da una función genética que ciertamente no tiene. Contra esto habría que recordar las palabras de Pablo de Tarso: "¿Qué tienes que no hayas recibido?". La Iglesia no desconoce tampoco que el hombre es materia física, puesto que está hecho del polvo de la tierra, pero no es sólo eso, porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y porque ha recibido su espíritu.
La antítesis del comunismo marxista, si se lee bien la encíclica, no es el capitalismo, sino el respeto a la propiedad privada, sea individual o colectiva, a la iniciativa de los particulares y al reconocimiento de esa forma de propiedad individual y asociada, organizada en un régimen de mercado libre y de democracia política. En ese sistema se pueden dar formas de capitalismo, en el sentido de concentraciones de los bienes de este mundo -que son para toda la comunidad- en pocas manos, injusta o torcidamente.
En la encíclica se rechazan esas formas abusivas e injustas, que pueden ser muchas, pero en la encíclica no se defiende la igualdad económica, como el marxismo. Es evidente que los hombres son iguales ante Dios y ante la ley. Los males de la codicia es que suponen la idolatría del dinero, y ésta está condenada no sólo por el cristianismo, sino por todas las religiones que merezcan este nombre. Ahora bien, en la actividad económica, como en cualquier otra actividad, los dones y las cualidades de los hombres son distintos. Hay el homo economicus, como el homo para el arte o para la ciencia, o para cualquier otra actividad humana; en ellas fracasan o sobreviven, o destacan y triunfan.
La expresión evangélica de que Ios pobres los tendréis siempre entre vosotros", que a algunos escandaliza, es el reconocimiento de esta desigualdad entre las cualidades humanas, de la misma manera que la pobreza tiene un sentido espiritual; el pobre que envidia la riqueza y la desea en su corazón, no es verdaderamente un pobre. La libertad es la desigualdad en la justicia.
Una lectura meditada y profunda de la encíclica será buena para todos, pero sobre todo para los ricos de este mundo. No hay vía media; hay un camino que lleva a la verdad y a la vida. Eso es la encíclica.
es embajador de España.
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