Huelgas y sociedad
DESDE SU inicio, el pasado día 7, coincidiendo prácticamente con la campaña electoral, el actual movimiento huelguístico en el sector de la empresa pública ha atraído sobre sí, independientemente de las razones laborales para su convocatoria, las sospechas de una posible intencionalidad política. La cadencia de paros programados en estas fechas y su culminación en una huelga general en el sector público el día 24, víspera de la jornada de reflexión electoral, son indicios fácilmente interpretables como forma de presión para una mayor flexibilidad negociadora de los gestores públicos ante la posible repercusión del conflicto en el voto ciudadano.La prueba definitiva sobre lo bien fundado de esta presunción puede estar en la convocatoria de huelga indefinida a partir del día 24 por buena parte de los trabajadores de Entel, filial informática de Telefónica, encargada del cómputo de los votos en la jornada electoral del día 26. Cualquier incidencia en el proceso de recuento de votos constituye una injerencia difícilmente justificable en el normal ejercicio del derecho de participacion política, en el que se sustenta el sistema democrático. La entidad de sus reivindicaciones, entre ellas la de una mayor información sobre la fusión que les atañe y una mejor remuneración del trabajo informático en el recuento de las votaciones, de ningún modo justifica una acción reivindicativa que incide directamente en el fundamento mismo de la derriocracia política: la expresión de la voluntad popular mediante el voto. Así lo han entendido los trabajadores del centro de cálculo de Entel, que han anunciado su desvinculación de la huelga y han expresado su intención de realizar el cómputo de los datos electorales.
Más allá de las intencionalidades políticas, la cadena de huelgas en las grandes empresas públicas tiene una interpretación laboral. Es posible que los sindicatos, a pesar de su reiterada negativa, utilicen las elecciones como un elemento de presión en su estrategia, pero es un hecho empíricamente constatable el bloqueo de los convenios colectivos en el sector público, como lo es que la oferta salarial de la Administración es bastante inferior al 8,5% de incremento medio de los convenios firmados en el sector privado.
El carácter periódico, como el de los monzones en algunos lugares, de la conflictividad laboral en la empresa pública española es un síntoma claro de la persistencia de males estructurales, una de cuyas manifestaciones es el encorsetamiento de los mecanismos de negociación. La dependencia en muchos casos de los presupuestos del Estado, la consideración cada vez más ambigua del papel del sector público en la economía de mercado y los condicionamientos que implican decisiones de índole político-internacional en lo referente a inversiones en el extranjero mediatizan la labor de los gestores públicos y generan situaciones de mayor inflexibilidad en la negociación laboral.
Los sindicatos, que tienen su principal base de afiliación en el sector público, pueden verse tentados de exacerbar la negociación colectiva por motivos de protagonismo social y de supervivencia. Esta situación sería menos intolerable si no desembocara siempre en el deterioro gravísimo de derechos ciudadanos esenciales, desde el de votar hasta el de libre desplazamiento. Por ello se plantea, cada vez con más urgencia, la necesidad de una ley de huelga ante la incapacidad de la Administración, la patronal y los sindicatos de llegar a una autorregulación, que garantice plenamente este derecho pero evite los perjuicios y las lógicas irritaciones al resto de los ciudadanos.
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