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Kuwait nos avergüenza

Con su tancredismo, subrayado por una ridícula resistencia a introducir cambios democráticos o por la sonrojante revancha a que se han dedicado algunos de sus ciudadanos con la complicidad del Gobierno, Kuwait está dejando en evidencia a quienes, invocando la defensa de la libertad y de los principios morales, se pusieron de su parte en la crisis del Golfo.Pocos son los que dudan de. lo justo de la operación aliada realizada para librar a Kuwait de Sadam Husein. Tras la estrepitosa derrota iraquí, todos creímos -con mayor o menor convencimiento- que la paz tendría tres efectos beneficiosos: la defenestración del dictador de Bagdad, la aceleración del proceso de solución de la cuestión palestina y la democratización de las monarquías conservadoras del Golfo. Ninguno se ha cumplido.

El caso de la democratización kuwaití es interesante. Era sobradamente conocido que el emirato nunca había sido el paradigma de las libertades; con guiño cómplice, se había tolerado su despotismo vagamente moderado y aún más vagamente ilustrado con las excusas de que la tribu kuwaití apenas empezaba a salir del medievo y que bastante hacía con repartir con largueza los inmensos réditos del petróleo. ¿No apoyaba financieramente a la OLP? ¿No había acogido a centeneres de miles de inmigrantes que podrían vivir en régimen de semiescalvitud pero cobraban buen dinero? ¿No podía afirmarse que el voto de las mujeres no entra en la cultura islámica y que, por consiguiente, su ausencia no es antidemocrática? Además, la oposición interior, poco significativa, no pasaba de ser frívolamente elitista.

Curiosamente, el debate de la democratización de Kuwait, nunca excesivamente agitado, se agudizó con la invasión iraquí: una de las primeras tonterías que dijo Sadam Husein al lanzar a su Ejército contra el emirato fue que lo hacía contestando a una llamada de la perseguida oposición y apoyándose en el escaso arraigo de la monarquía de la familia Al Sabaj. Como pretexto, era mentira, pero, perversamente, consiguió un efecto catalizador.

Desde el punto de vista internacional, el argumento fue inmediatamente recogido por los aliados: la democratización de las monarquías del Golfo constituía un buen tema que añadir a la satanización de Sadam Husein. No sólo el líder iraquí era un déspota asesino que había invadido ilegalmente un país; había pisoteado en éste cualquier libertad. Su expulsión de Kuwait garantizaría el resplandor de la democracia en el emirato y facilitaría las mínimas reformas necesarias. Los consejos dados en este sentido por los aliados a la familia Al Sabaj han sido constantes, aunque no demasiado insistentes.

En el interior, la oposición kuwaití planteó pronto reivindicaciones que iban desde la proclamación de una república (cambio de régimen de improbable efecto político si se tiene en cuenta lo extenso del control financiero que ejerce la familia Al Sabaj y el arraigo del viejo sistema tribal modificado) hasta la mera democratización (reducción de la presencia de la familia reinante en el Gobierno, convocatoria de elecciones libres, cambios constitucionales, introducción del Estado de Derecho). De hecho, sus representantes se reunieron durante el otoño de 1990 con el Emir y le arrancaron concesiones de reforma constitucional (por ejemplo, la introducción del voto femenino) y de democratización para el momento en que Kuwait resultara liberado. Pero, pasado el susto, el jeque Jaber al Ahmad olvidó la urgencia de sus promesas.

Ése es el eje del asunto. Los tiranos suelen tener poca afición a autolimitar su poder. Concluida la aventura militar del Golfo con la victoria de los buenos, ha resultado que el pobre perseguido no pasa de ser un niño malcriado que no ha comprendido que los tiempos cambian. Su "democratización" ha consistido en un mínimo cambio de Ejecutivo (ninguno de los Al Sabaj importantes ha perdido poder) y una vaga promesa de elecciones libres en el plazo de un año (con la curiosa noción de que "unas elecciones ahora estorbarían la reconstrucción nacional"). Por lo demás, se ha vuelto al tradicional sistema de que el dinero lo puede todo, las prebendas lo compran todo, incluida la tranquilidad -frágil memoria la de los kuwaitíes- y, además, siempre están los amigos norteamericanos para sacar las castañas del fuego.

Traidoras garras

Puede. Pero el niño malcriado ha sacado unas suaves y algo traidoras garras. Durante la guerra se marcharon del emirato 200.000 palestinos (de los 450.000 que habían nacido o establecido su hogar en Kuwait). Los kuwaitíes pretenden ahora librarse de muchos de los que quedan. Olvidan que sin ellos el desarrollo kuwaltí no habría sido posible, que, negándoles derecho a nacionalizarse o a poseer propiedades, su esfuerzo ha sido peor que mal pagado y que, además, no son culpables de que Arafat se pusiera de parte de Sadam. (Aunque, tal vez, a la vista del trato que reciben, su oposición al Gobiernol esté más que justificada).

Peor aún. Desde la liberación de la capital, bandas de kuwaitíes, muchas veces uniformados, se dedican a detener arbitrariamente a sospechosos de colaboracionismo (sobre todo palestinos), a torturarlos y a ejecutarlos fríamente, tomándose así la justicia por su mano. Desmintiendo la afirmación oficial de que se trataba de bandas de incontrolados, las autoridades norteamericanas, Amnistía Internacional y periodistas, sobre todo británicos, han demostrado que se trataba. de unidades militares más o rnenos formales y hasta directamente emparentadas con la familia reinante. La confusión se incrementa con el hecho de que alguno de tales elementos criminales, autoelevado a la categoría de héroe riacional, procede de las bandas de resistencia interna, activas durante la presencia militar iraquí, que acusan a los Sabaj de molicie y despotismo.

Es triste que la conmoción mundial producida por la crisis del Golfo, las esperanzas de un nuevo orden internacional, el generoso esfuerzo de todos por enderezar la situación, acaben en este espúreo ratón parido en la montaña de la buena voluntad. Al defraudar nuestras esperanzas de justicia, Kuwait no sólo nos está engañando. Nos avergüenza.

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