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El mito de la soberanía nacional

Cuando Sadam Husein invadió Kuwait cometió un delito contra la soberanía nacional de otro Estado, lo que provocó una respuesta contundente de la comunidad internacional. Una vez expulsado el agresor y restaurada la soberanía del Estado agredido, se acabó el mandato de la fuerza multinacional. Derrumbada la resistencia del Ejército iraquí, más eficiente en la represión que en la guerra, el general Schwarzkopf podía haber llegado a Bagdad en un par de días y haber derrocado al tirano. Pero tuvo que contenerse, permitiendo que Sadam concentrase sus tropas y las emplease a fondo contra shiíes, kurdos y opositores en general, provocando con ello muchos más muertos, desgracias y dolor que con la propia invasión de Kuwait.En el actual orden jurídico mundial, el dolor y la muerte, la destrucción y el genocidio no son delitos, mientras se realicen dentro de las propias fronteras de un Estado soberano. Nadie tiene derecho a intervenir. Sólo las infraccíones contra la soberanía son punibles. Incluso la timorata discusión actual del genocidio kurdo en el Consejo de Seguridad de la ONU se basa tan sólo en los problemas que la afluencia de refugiados pueda crear a Turquía e Irán.

Turquía, que ya exterminó a sus armenlos a principios de siglo, ha seguido hasta ahora una política implacable contra sus 10 millones de kurdos, cuyo mismo nombre no podía pronunciarse (eran "turcos de las montañas") y cuya lengua estaba prohibido hablar hasta hace escasos días. Y todavía ahora Turquía parece más preocupada por evitar el contacto de los refugiados kurdos iraquíes con sus propios kurdos que en ayudar a los primeros. Cuando he discutido este tema con intelectuales de Estambul, resulta que casi todos defienden la opresión de los kurdos en nombre de la soberanía nacional, la sagrada unidad de la patria y otras zarandajas similares. De hecho, la oposición más bien ha criticado a Ozal por despenalizar la lengua kurda.

Hitler fue atacado y derribado porque invadió Polonia. Si se hubiera limitado a gasear a los judíos de su propio país, nadie habría movido un dedo para impedirlo, pues habría estado en su derecho de ejercer la soberanía en el interior de su territorio. Por la misma razón nadie impidió las carnicerías de Stalin, ni el genocidio de Camboya, y nadie intervino para evitar las guerras civiles de España o de Nigeria, y nadie se preocupa ahora por la de Eritrea.

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No es necesario establecer un Estado soberano de Kurdistán, que probablemente generaría nuevas injusticias y opresiones. Lo importante es garantizar los derechos humanos de todos los habitantes de la zona, kurdos o no kurdos. Para ello es preciso diseñar e implementar un nuevo orden internacional que incluya un mecanismo de intervención en los asuntos internos de los Estados que conculquen los derechos de los individuos. La única autonomía respetable es la autonomía del individuo.

El notorio atraso que afecta al pensamiento político contemporáneo se manifiesta en la continuada vigencia del mito de la soberanía nacional.

El soberano es, en principio, alguien que ejerce un poder absoluto, irrestricto e incondicionado sobre un cierto territorio y sus habitantes. La cualidad abstracta de ser soberano es la soberanía, definida por su primer teórico, Jean Bodin, como el poder supremo sobre los habitantes, no limitado por ley alguna. Dos siglos más tarde, ya en el siglo XVIII, Blackstone recalcaba que "en cada Estado debe haber una autoridad suprema, irresistible, absoluta e incontrolada, en la cual reside la soberanía".

De hecho, una soberanía tan perfecta no ha existido nunca. Y en la medida en que haya existido, más bien parece una situación de extrema irracionalidad e inmoralidad, indeseable desde todo punto de vista. Sin embargo, justificaciones míticas no le han faltado. Primero se dijo que el soberano universal es Dios, y que la soberanía del soberano terrestre era una soberanía por delegación divina. Luego se dijo que el soberano es el pueblo, entendido como unidad metafísica con voluntad propia, y que la soberanía del gobernante era una soberanía por delegación de esa voluntad popular expresada por la mayoría electoral o por los portadores de la conciencia de clase o de nación (dependiendo de la variedad democrática, comunista o fascista de la doctrina).

Lo que distingue a una entidad política no soberana de un Estado soberano es que la primera está limitada en su capacidad de acción. No puede declarar la guerra, por ejemplo. Y sus decisiones internas pueden ser apeladas ante instancias externas. A su poder le falta, pues, ese carácter supremo, incondicional e irrestricto que caracteriza a la soberanía.

Como subrayó KeIsen, la soberanía del Estado es incompatible con cualquier tipo de ley internacional. Sin embargo, a lo largo de nuestro siglo, todos los intentos de racionalizar la política mundial -incluidas la Sociedad de Naciones y la ONU- han partido del reconocimiento de la presunta soberanía nacional de los Estados. El derecho internacional se limita a defender a unos soberanos de los otros, garantizando la inviolabilidad de sus fronteras territoriales, pero no pretende proteger a los habitantes de esos territorios del soberano que les haya caído en desgracia soportar.

El final de la guerra fría era imprescindible para plantearse la posibilidad de un orden mundial más racional, basado en la libertad de los individuos y la protección de, la biosfera. La inmensa tragedia de los kurdos nos recuerda que este nuevo orden requerirá que instancias supranacionales se inmiscuyan en los asuntos internos de los Estados, lo cual traerá consigo el deseable entierro de la noción de soberanía nacional.

es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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