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Más allá de la eficacia administrativa

Si de alguna manera hubiera que resumir el proceso seguido en nuestro tiempo por la Administración pública, cabría decir que dicho proceso se caracteriza por tres fases o etapas. La primera se singulariza por el predominio del principio de legalidad, que es tanto como decir que, en esta fase, la ley y su cumplimiento es lo que más preocupa a gestores y funcionarios. La segunda tiene como rasgo determinante el principio de eficacia, ya que lo que se persigue es que la Administración, además de someterse a la ley, sea eficaz en sus compromisos, prestaciones y responsabilidades frente a los ciudadanos. Y la tercera, que es la que ya está iniciándose en las Administraciones europeas mas avanzadas, define el principio de equidad como el nuevo valor al que aquéllas deben someterse, ya que si bien una Administración debe ser respetuosa con la ley y tiene que ser eficaz, además se le empieza a exigir que sea equitativa y justa con todos los ciudadanos.Esta trilogía de principios -legalidad, eficacia y equidad- es la que ha servido a Alain Serge Mescherriakoff, catedrático de la Universidad Jean Moulin de Lyón, para replantearse el papel de la Administración en las sociedades modernas. Sobre la idea de lo que el autor denomina Iegitimidad administrativa", trata de profundizar en los fundamentos últimos de ésta con referencia a la Administración francesa, y con argumentos que valen para otras Administraciones, entre ellas la española.

Hace ya tiempo que tanto en Francia como en España se discute por muchos el que la legalidad sea la base de la legitimidad administrativa. Concretamente en nuestro país, los embates contra la legalidad son cada vez más directos, y hasta la misma razón de ser de la ley es puesta en tela de juicio con afirmaciones que dejan a veces la impresión de que la culpa de todos los males nacionales radica en las leyes. Por ello, se dice con preocupante reiteración que los políticos, los administradores, los gestores de la cosa pública tienen que liberarse del rigor de las normas y actuar con arreglo a otras pautas que sean, para ellos, menos rigurosas y más flexibles y abiertas.

No es de extrañar, por tanto, que en un documento del partido socialista sobre La modernización de las Administraciones públicas se diga que la burocracia utiliza el conocimiento de las normas "para no enfrentarse a las verdaderas demandas sociales", y para que se critique que el principio de legalidad actúe "para proteger la inercia administrativa" más "que como garantía jurídica del ciudadano".

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Es grave que en nuestro país, en base a razones no siempre suficientemente claras, se intente hoy difuminar la importancia que en todo Estado bien construido política y administrativamente debe tener la ley. Bien está que la Administración se manifieste ágil y dinámica; pero que lo haga dentro de los marcos legales y sin rebasar éstos en aras de oportunismos o estrategias que sólo conducen a horadar los pilares capitales de la convivencia.

La crisis que en la actualidad atraviesa entre nosotros el principio de legalidad viene provocada en gran parte por el creciente culto que se rinde a la eficacia como el supremo y definitivo principio de las Administraciones modernas. La Administración, se dice, tiene que ser por encima de todo eficaz, productiva, pragmática, aunque ello conlleve en ocasiones la vulneración de las normas que disciplinan su actuación.

Los que defienden a ultranza el principio de eficacia lo hacen a costa de rechazar el de legalidad, como si se tratara de dos principios antitéticos y contradictorios entre sí. Nada más alejado de la realidad. Como ha escrito Parejo Alfonso, "el problema de la eficacia administrativa no consiste en optar entre los elementos de la disyuntiva, derecho o eficacia, sino en determinar las condiciones en que la actuación de la Administración, siendo conforme a derecho, sea también efectiva, idónea para la satisfacción real de los intereses generales". La posición del catedrático madrileño es correcta, y convendría que la tuvieran a la vista todos aquellos que, llevados por la ligereza o la sinrazón, se dedican a atacar las leyes y tratan de desplazarlas o reducirlas en su aplicación a fin de despejar el camino hacia unos resultados que, por ello mismo, no siempre pueden ser valorados como legítimos.

Bien está la eficacia, pero con respeto a la ley. Y si la ley no se adecua a las nuevas circunstancias, lo que se impone es modificarla. Pero proclamar incondicionalmente el ideal de la eficacia administrativa, sin topes ni limitaciones, es transitar por un camino que nos lleva a conclusiones peligrosas y que puede hacer quebrar las esencias mismas del Estado de derecho.

Tanto se habla de la eficacia administrativa que es el momento de que, como el profesor de Lyón, nos preguntemos si la eficacia tal como la entendemos y aplicamos hoy puede erigirse en el cimiento definitivo y final de la legitimidad administrativa.

La historia se repite. Si se ha cuestionado la legalidad basándose en el principio de eficacia, ya se empieza a cuestionar la eficacia basándose en el nuevo principio de equidad que se perfila en el horizonte como el rótulo impulsor y renovador de la Administración en los próximos años.

Es cierto que, como hemos indicado, todos exigimos de la Administración que sea eficaz. Hoy se valora más la cultura de la eficacia que la de la legalidad, porque lo que se pide del funcionario y del trabajador público es que se comporten activamente, que resuelvan los problemas y que no se queden atrapados entre los enredos y disquisiciones legalistas. Sin embargo, las cosas van cambiando a velocidad de vértigo y, como dice Serge Mescherriakoff, es cierto que el público reclama que los trenes lleguen a punto, que los hospitales curen a los enfermos, y así en los demás servicios públicos. "Pero", añade este profesor, "(el público) ahora quiere más "(la cursiva es nuestra); y es este "ahora quiere más" lo que amenaza con desbordar y superar el hasta ahora indiscutible principio de la eficacia administrativa.

¿Qué significa este inconformismo social de quienes no se contentan con que los trenes sean puntuales y que los hospitales atiendan eficazmente a los enfermos? ¿Qué alcance y consecuencias tendrá esta insatisfacción de los administrados que marcan unas cotas nuevas de perfección y mejora a toda la actividad administrativa? Éstas son las grandes preguntas que se formulan ya las Administraciones públicas, que asisten, atónitas y perplejas, a la llegada de un nuevo estadio en su evolución, en el que el usuario, el administrado, el contribuyente, el ciudadano en general ya no se conforma con unos servicios y unas prestaciones eficaces, sino que pide más y solicita cosas distintas.

No es sencillo definir en pocas líneas el contenido del principio de equidad y determinar las consecuencias que se derivarán del mismo cuando se superponga a los ya consolidados de la legalidad y la eficacia. Los franceses, para calificar una Administración que es respetuosa con la ley y que obra con eficacia, pero que no acaba de convencer a los ciudadanos, hablan de maladministración o de misadministración, términos que tratan de expresar la existencia, en la sociedad, de una Administración que todavía no ha sido capaz de identificarse plenamente con los ciudadanos y que está cargada de recelos, taras, imperfecciones y lagunas que impiden su plena sincronización con la sociedad.

De alguna manera, en una primera aproximación al tema, diríamos que la Administración actual tiene que ser, por supuesto, legal y eficaz; pero también, y en no menor medida, equitativa. Esta exigencia de equidad supone que la Administración trate a cada uno como un sujeto individual izado, con arreglo a sus peculiares circunstancias personales, familiares y profesionales. Reclama que cada ciudadano sea visto como un titular de derechos y no como un simple número que se encasilla y se introduce en un ordenador. Postula que el hombre de la calle sea acogido con humanidad, y no despectiva o despóticamente, en las oficinas y despachos públicos. Conlleva que cada ciudadano sea elevado a la categoría de cliente y no rebajado a la pura condición de mero destinatario de las órdenes y mandatos administrativos. Y reivindica que cada individuo, en sus contactos permanentes y cotidianos con la Administración, esté debidamente informado y no se le distancie autoritariamente de las instancias de decisión.

Todas estas implicaciones hablan de una verdadera revolución administrativa en nuestros días, y en virtud de la cual la Administración, para no verse crecientemente rechazada por la sociedad, habrá de tornarse más humana y deberá empezar a ver en cada uno de nosotros no un número ni una ficha ni una tarjeta, sino un sujeto personalizado e individualizado al que es preciso atender según sus intransferibles cualidades y condiciones. Por eso, en nuestra opinión, el principio que regirá en los próximos años las relaciones Administración-administrados lo denominamos, mejor que de equidad, de subjetividad.

Vicente María González-Haba es administrador civil del Estado.

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