Triste retorno a Zajo
Muchos refugiados kurdos optan por volver a Irak, perseguidos por el frío y las enfermedades de su exilio turco
ENVIADO ESPECIAL, Poco a poco, todavía temerosos y abatidos, kurdos con familias diezmadas por las heladas, las enfermedades y la desesperación, durante su miserable existencia en los basureros de las montañas turcas, han regresado a Zajo, población iraquí de la que huyeron hace poco menos de un mes con la Guardia Republicana pisándoles los talones. Conviven en esta desolada ciudad civiles y policías iraquíes armados con fusiles Kalashnikov, refugiados cuyo desfallecimiento ahuyentó el pánico y marines que desde las colinas que la circundan controlan accesos y todo movimiento militar. Los policías de Sadam Husein que se desplazaron hasta esta ciudad han sido conminados a que la abandonen antes de este miércoles.
"Perdí un hijo de tres y otro de cinco en Istkveren. Sólo me quedan cuatro". Se le humedecen los ojos al profesor Abdullah y traga saliva cuando recuerda cómo la muerte de dos de sus hijos decidió su partida de aquellos campamentos, sin miedo a las posibles represalias iraquíes en la población de la que huyó.Abdullah, sin trabajo ni salario desde hace cuatro meses, ha encontrado estos días un nuevo y bien remunerado trabajo: recorre con su coche el tramo iraquí de los 17 kilómetros que separan a la localidad turca de Sinopi de Zajo y recoge en el camino a corresponsales al borde del síncope que mendigan un vehículo o en su defecto un burro. Son periodistas que optaron por una caminata de tres horas hacia Zajo al no encontrar asiento en el helicóptero norteamericano con permanente butaca de preferencia para la prensa estadounidense o británica.
Zajo, enclavada en un valle hermoso y feraz, permanece casi muerta, con las persianas echadas y sus escasos vecinos sesteando silenciosos en los cafetuchos del centro que todavía sirven té y pinchos morunos y donde grupos de niños venden cigarrillos y pasas. Esta población que fue despoblada por el miedo a los gases químicos y por la memoria de brutalidades iraquíes recientes, recobra lentamente algo de su anterior animación. Pero la mayor parte de su entorno está sin vida.
Con 200.000 habitantes antes de aquella noche en que todos sus moradores excepto 5.000 se echaron al monte, esta localidad ha abierto las escuelas y quienes la habitan confían en que todo vuelva a la normalidad. Nadie ha olvidado, sin embargo, las heroicidades de la Guardia Republicana persiguiendo a morterazos y napalm a turbas descalzas y greñudas. Pero los kurdos no tienen muchas alternativas en las laderas pestilentes de los macizos nevados.
Las pocas familias que han vuelto hace pocos días para evitar que todos sus familiares murieran en sus campamentos turcos o quienes velaban a niños o ancianos agonizantes o necesitados de ingresos urgentes en hospitales no parecen haber tenido problemas con los policías y milicianos iraquíes que vigilan, toman té en algún oscuro establecimiento o se pasean por sus calles con carpetas y bolsas de frutas. Algunos empuñan el subfusil con la marcialidad de quien porta una fregona.
Salvar la vida
Los líderes kurdos que ayer negociaban con el mando multinacional una vuelta masiva de sus nacionales en un exilio inmundo, aludieron ayer a intimidaciones pero no se han registrado denuncias de atropellos graves. Ibrahim Abdulahif, kurdo, y hasta su huida funcionario del Ministerio de Agricultura, dice que volvió para salvar la vida de sus nietos, uno de los cuales duerme en sus rodillas.
"Huimos por miedo al Ejército. Estábamos indecisos pero todos los vecinos de nuestra calle se fueron. Al quedarnos solos decidimos salir también". Un militar iraquí, al que acompañan varios civiles de expresión antipática que alguien identifica como agentes de la policía secreta de Sadam Husein, se acerca al grupo donde Ibrahim se explica. El relato del funcionario retornado después de 23 días de calvario pierde dramatismo con esa incómoda vecindad y los soldados de la Guardia Republicana recobran cierta humanidad y consideración. No se observa en la ciudad presencia de agrupaciones militares iraquíes en formación.
No hay especiales destrozos en Zajo. Las tiendas, talleres, farmacias y establecimientos están cerrados en su gran mayoría; los niños van al colegio o juegan en sus calles polvorientas y sin asfaltar y los edificios oficiales y viviendas, humildes y rurales, no presentan huellas de intensos combates.
Uno de los catres del hotel Bagdad, destrozado y vacío, fue utilizado por un periodista que pernoctó en esta ciudad, quien relató haber sido escupido en la mano cuando ofreció dólares al propietario iraquí de uno de los pocos comercios abiertos al público.
Los mismos dólares que atesora por cientos el profesor Abdullah en sus paradas por la carretera que conduce a la frontera turco-iraquí, tapizada por los pasillos de balas, los libros de control aduanero que barre el viento y las botas de los soldados holandeses o británicos que se cruzan indiferentes con funcionarios iraquíes de verde olivo sentados, sin misión aparente, cerca de garitas que ocupan tiradores de la infantería de Estados Unidos.
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