_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuando no existe la fe...

En el transcurso del pasado año he perdido, por suicidio, a dos hijos de amigos míos muy allegados. Uno tenía 25 años, y el otro, 27. Uno de ellos había padecido una dislexia y, por tanto, había precisado tres años más de lo habitual para completar sus estudios. Pero con el tiempo había logrado llegar a leer con normalidad, se había graduado en la escuela y desempeñado un trabajo especializado en el servicio forestal. El otro muchacho había sido un estudiante bastante bueno, un excelente fotógrafo y también carpintero. Pero, a partir de los últimos años de su adolescencia, no fue capaz de controlar el consumo de alcohol y, más tarde, el de la droga. Menciono estas dificultades porque todos hemos leído acerca del incremento de suicidios de estudiantes durante todas las etapas de la carrera académica, y asimismo hemos leído también sobre suicidios de personas dependientes de la droga. No me cabe duda de que la cada vez más notable competitividad del mundo profesional y económico y las muchas formas en que dicha competitividad afecta a la totalidad de la experiencia educacional son parcialmente responsables del aumento de suicidios entre la juventud.Pero también creo que un factor importantísimo en los suicidios de personas jóvenes, inteligentes y educadas es la profunda crisis de creencias, y no me refiero a creencias en el sentido -de dogma religioso o político, sino a la ausencia de lo que el gran pionero alsaciano de la medicina (y biógrafo de J. S. Bach) Albert Schweitzer denominó reverencia por la vida.

Recientemente he estado estudiando de un modo muy detallado la vida de Mozart, del que estamos conmemorando el segundo centenario de su muerte. La conjunción entre esa lectura y las noticias sobre el incremento de suicidios provocaron en mí el extraño pensamiento de que Mozart, al margen de sus muchos problemas profesionales y de salud, fue un hombre afortunado en cuanto a su entorno espiritual. Se educó en la fe cristiana tradicional de la gran mayoría de sus antepasados y compatriotas. Tras dejar Salzburgo, a la edad de 24 años, pocas veces fue a misa o recibió la comunión, si es que en alguna ocasión volvió a hacerlo. Pero, al mismo tiempo, jamás renegó de la religión que había heredado.

Se unió a la Orden Internacional de la Masonería Libre, lo cual, en el contexto de la Viena de finales del siglo XVIII, significó que se había adherido a una sociedad de científicos, artistas, hombres de negocios y profesionales que creían en los ideales de la Ilustración: que la naturaleza humana tenía más aspectos buenos que malos, que todas las personas podían ser educadas, que a través del uso de la razón la sociedad podría superar sus heredados prejuicios religiosos, raciales y clasistas, que a través de un tratamiento humano los criminales podían ser reformados y los locos rescatados del peor de los sufrimientos impuestos en ellos tanto por la propia enfermedad como por la crueldad social.

Por tanto, Mozart y otros hombres semejantes a él, tales como Thomas Jefferson, autor de la declaración de independencia y fundador de la Universidad (pública) de Virginia, y el marqués de Condorcet, matemático francés y reformador educacional, y el poeta y dramaturgo alemán Friedrich Schiller, recibieron su inspiración a través de una combinación de fe religiosa tradicional, no dogmática, y de una nueva fe que posibilitaba el progreso indefinido por medio de la ciencia, la educación y la extensión gradual de lo que ahora conocemos como "derechos humanos". Quizá nunca, a lo largo de toda la historia, haya tenido la clase educada un espíritu filosófico más optimista que aquel que el historiador norteamericano Carl Becker apodó la ciudad celestial de los filósofos del siglo XVIII.

Pero esta fe generalizada, moderada y optimista quedó rápidamente socavada por la degeneración de la Revolución Francesa desde el constitucionalismo gradualista hasta el terror jacobino y por el consiguiente cuarto de siglo de guerras napoleónicas. En presencia de constantes guerras y de imperialismo, todo ello acompañado de los comienzos del nacionalismo moderno y la xenofobia, habría sido dificil mantener una sólida creencia de "la ciudad celestial de los filósofos del siglo XVIII". Al mismo tiempo, las más conservadoras formas, bíblicamente basadas, de las creencias religiosas quedaron minadas, de un modo efectivo, debido a la crítica textual de la Biblia y a la evidencia de la evolución geológica, y más tarde, biológica.

En el presente siglo, al menos en el mundo europeo y anglohablante, grandes porcentajes de personas acuden a la iglesia, pero muy pocas tienen ese tipo de fe sólida, confortable y asumida tan extendida hace 200 años. Pero la fe en la posibilidad de mejorar a los seres humanos a través de la educación y de los cambios institucionales, políticos y económicos se mantuvo fuerte incluso mientras la fe religiosa sufría un declive. El socialismo, tanto en su forma democrática como en su forma autoritaria; el movimiento sindical, el movimiento cooperativo, la educación primaria y secundarla en el mundo, el anarquismo y el anarcosindicalismo: todas estas formas de fe mundana fueron muy poderosas hasta las últimas décadas del siglo actual.

Desde aproximadamente la década de los cincuenta, estos tipos de fe también han caído en tiempos muy duros. El socialismo democrático de la vertiente marxista ha dado paso a la socialdemocracia; por ejemplo, al capitalismo modificado, para proteger a la mayoría no acaudalada contra los peores rigores de un sistema económico competitivo. El socialismo autoritario ha quedado expuesto como el más corrupto, ineficiente y poco fraterno estilo de dictadura burocrática. Los sindicatos, tanto marxistas como anarquistas, han perdido poder de forma relativa, y también fe en ellos mismos, como resultado de los avances tecnológicos, los cuales, de un modo estable y predecible, van reduciendo el papel de la clase obrera industrial. La mayoría de la gente habla mucho de boquilla sobre las esperanzas de una educación universal, pero, a juzgar por la actitud de los contribuyentes en el mundo occidental y por la violencia física empleada en las escuelas de cualquier parte, el público, en general, no tiene hoy tanta fe en la educación como tenían las clases media y trabajadora del siglo XIX.

Retomo entonces los pensamientos provocados por la buena suerte de Mozart y por los suicidios de los hijos de mis amigos. Vivimos en un mundo que ha perdido la fe, tanto en Dios como en la especie humana. El sector social más consciente de la población tendrá que gastar sus energías, y no precisamente en ideales positivos y creativos, sino en esfuerzos de emergencia: para salvar al planeta de un desastre ecológico, para salvar a la humanidad de dictadores megalómanos y de presidentes cruzados y para salvar a la población de medio mundo de la desnutrición. Para Thomas Jefferson; la gente común eran los artesanos independientes y los pequeños granjeros. Para nosotros, son, cada vez más, las estadísticas del desempleo estructural. La minoría bien educada es ahora más competitiva y más próspera, materialmente hablando, que nunca. Las clases inferiores ven todo por televisión, pero cuentan en la actualidad con menos oportunidades personales que en su pasado más reciente.

Los dos suicidas de las familias de mis amigos eran muchachos inteligentes, perceptivos y sensibles, especialmente vulnerables, por decirlo de algún modo, a causa de las debilidades que mencioné en mi primer párrafo. Pero donde vivían y lo que contemplaban era un mundo en el cual se les alentaba para competir, ganar dinero y prestigio, pensar en las recompensas materiales y en las relaciones humanas profanas como único propósito de sus vidas en la tierra. No podían vivir sin alguna idea de trascendencia, algún significado más allá de las satisfacciones egoístas del ser competitivo. Considero a ambos una prueba real de que debemos recuperar, a modo de motivación, a modo de fe fundamental, la reverencia por la vida del doctor Schweitzer.

es historiador.Traducción: Carmen Viamonte.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_