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Tribuna:EL ASFALTO
Tribuna
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Varado en Goya

Juan Cruz

La primavera ha alterado, en efecto, la sangre de Madrid. Durante una hora, el último miércoles, subían y bajaban por la calle de Goya innumerables madrileños con los rostros dominados por el efecto de esa estación contradictoria. Nadie podrá creerlo porque eso no se puede registrar ni con una fotografía, pero es verdad que hay un día del año en que es especialmente primavera en Madrid. Luego todo se rompe y, por ejemplo, se muere Celaya, se le va a la ciudad un huésped ilustre y perenne y se produce la tentación de decir que la primavera tampoco sirve para nada.Pero es verdad que hay un día del año en que la atmósfera se paraliza por un instante y hay un olor que no puede ser de otro tiempo: es el olor global de la primavera.

La primavera cambia a la gente. El miércoles por la tarde, varados en aquella calle donde el lujo se combina con la. necesidad, había mendigos bien vestidos que alternaban con las señoras y se intercambiaban detalles sobre la vida flagelada que unos y otros llevan en las esquinas de la gran ciudad. En el interior de los establecimientos, mujeres recién pintadas se relataban las dificultades que tenían para leer últimamente y ojeaban revistas mientras les preparaban los bocadillos vegetales. Una mujer muy bien dispuesta residía en el suelo mendigando, y la verdad es que parecía que estaba allí de tertulia. Unas jóvenes extranjeras le dejaron unas pesetas y ella las miró como si fuera extraño que el dinero le lloviera del cielo.

La ciudad en primavera es como un tren volátil en el que viaja la gente como si acabara de llegar. Celaya se pasó la vida extrañándose y a veces, cuando estaba en el colmo de esa extrañeza, salía a pasear con esos ojos antiguos que le dio la bahía donostiarra y que en Madrid achicó hasta hacerlos de nuevo infantiles, Ojos de Oteiza en la meseta. Y lo que veía en la calle este hombre poblado era gente, multitud de gente que hablaba al unísono como si quisiera parar el tiempo. El mismo lo contó en unos versos memorables que no fueron escritos: ahora comprendo por qué beben éste y el otro, a qué obedece todo este trajín.

Madrid, en realidad, y eso se ve desde la primavera, sigue siendo una ciudad de amigos, o al menos de gente que va buscando a otra gente por ese pasadizo olvidado que son las calles multitudinarias. Hay un pintor, Cristino de Vera, que se pasó parte de su vida preguntando a la gente en los pasos de peatones sobre la cantidad de tristeza o de alegría con que se les iba pasando la jornada. Al atardecer iba al cine e interrogaba a las taquilleras: "¿Y usted qué recuerda al cabo del día?". "Bocas, bocas, Fila 12, fila 13. Sólo recuerdo bocas".

Eleanor Rigby

Dan ganas en estas calles abigarradas y presurosas de parar a la gente y preguntarle qué le pasa para ir así por el mundo. Los Beatles se lo preguntaron en Eleanor Rigby y de ese trozo de soledad que veían hicieron una canción mítica de los sesenta. La literatura no ha hecho otra cosa que poner el espejo al borde del camino para entencler qué le pasa a la gente cuando no mira a la gente y se mira a sí misma.

En primavera parece cambiar el curso de las cosas y da la impresión de que Madríd regresa a su viejo estado de acera poblada de amigos y los paseantes aminoran el paso, miran a los lados y dan la hora, o una limosna. Habría que estar en una calle a esta hora para ver que la ciudad no se muere nunca en primavera.

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