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El estado de nuestra 'res publica'

La España de 1991 representa el triunfo póstumo de lo que en 1931 parecía ser un proyecto utópico. Esta observación de Gabriel Jackson sintetiza lúcidamente la conexión que existe entre los proyectos republicanos y nuestra realidad política actual. Sesenta años después, aquel proyecto institucional está en pleno funcionamiento. Por ello, el aniversario es un buen motivo para reflexionar sobre el estado de nuestra res pública.Dos problemas troncales que tuvo que afrontar la República fueron la cuestión religiosa y militar. Conviene subrayarlo porque estos problemas, que venían siendo arrastrados desde los orígenes del sistema constitucional, no han encontrado vías de solución hasta fechas recientes.

En el caso militar, la proliferación de militares políticos y su presencia activa en la política y en la Administración civil se han reducido definitivamente mediante la ley Gutiérrez Mellado de incompatibilidades. La dinámica de autonomía militar se ha reconducido a través de la asunción por el ministro de Defensa de las competencias de los antiguos tres ministerios militares, ostentadas hasta 1984 por la Junta de Jefes de Estado Mayor. Asimismo, la creación de un auténtico Ministerio de Defensa con funcionarios civiles y responsables políticos ha terminado con el tradicional monopolio y patrimonialización castrenses en la materia de defensa y Fuerzas Armadas. La reforma de la función pública militar, con aplicación del sistema de méritos, entre otros aspectos, ha contribuido a estimular la profesionalización. La limitación de la jurisdicción militar al ámbito estrictamente castrense ha significado no involucrar a la institución militar en numerosos problemas consustanciales a la sociedad civil, que abarcaban desde temas de orden público hasta la regulación del derecho a la objeción de conciencia. La decisiva desmilitarización del Cuerpo Nacional de Policía y la presencia en la jefatura de la Guardia Civil, a pesar de mantenerse como cuerpo militar, de un responsable político civil por primera vez en su siglo y medio de existencia han contribuido a implantar una política civil de seguridad.

Muchas de estas trascendentales reformas, contempladas ya en el proyecto de 1931, no llegaron entonces a materializarse. Y, todavía en 1981, muchas de ellas seguían pareciendo utópicas. Pero lo más relevante es que se han llevado a cabo con un estilo muy diferente al de Azaña, y su éxito también se ha debido al esfuerzo de la mayoría de militares para acomodarse a una profesionalización militar democrática, dejando de lado las tentaciones de militarismo y de cuerpos militares orientados a combatir a un enemigo interior".

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Evidentemente, aparecen nuevos problemas, como el del servicio militar obligatorio 0 voluntario, o el control del complejo militar industrial. Pero estos son problemas a resolver, consustanciales a las democracias avanzadas, y que precisamente son indicativos de que hemos superado una etapa secular de desestabilización del régimen constitucional.

Las reformas realizadas en el terreno militar, así como las que paralelamente se han llevado a cabo en las relaciones Iglesia-Estado, han contribuido a solventar, por lo menos estructuralmente, un problema histórico, situando a ambas instituciones, Iglesia y Ejército, en el lugar que les corresponde en un sistema democrático. Pero cabe preguntarse qué nos ha quedado de la omnipresencia militar y religiosa. La respuesta es que puede hablarse de un predominio de la cultura jerárquica en las instituciones y en la sociedad civil.

Conviene no olvidar que los arquetipos de las Aministraciones públicas en los Estados absolutistas fueron las organizaciones de la Iglesia católica y del Ejército, y que sus miembros fueron lo que podríamos denominar los primeros funcionarios civiles. En la actualidad todavía existe el puesto de clero en el organigrama de algunas administraciones públicas. El derecho canónico y el militar fueron las fuentes de inspiración del sistema estatutario de organización de las nacientes administraciones públicas, informando sus valores y formas de actuación. Baste un ejemplo ilustrativo: la jerarquía, el principio nuclear en nuestra Administración, etimológicamente significa "orden entre los diversos grados eclesiásticos". No se importó únicamente un término, sino todo un sistema de valores pertenecientes al antiguo aparato eclesiástico preconciliar: una organización centralizada y compacta, con una autoridad investida por el poder divino dotada de infalibilidad, jerarquizada y uniformizada, compuesta por expertos, los sacerdotes, que monopolizan la interpretación del dogma y la divulgación de esa verdad indiscutible y revelada; una organización donde los valores supremos son la disciplina y la sumisión.

Las administraciones públicas han reproducido hasta cierto punto algunos de estos rasgos. Y muchos de los rituales administrativos evidencian un paralelismo con los rituales religiosos. También en los comportamientos se atisba aquel esquema, cuando, por ejemplo, algún autotitulado experto, en la alta función pública o en la política, pretende sustituir al ciudadano "ignorante" y monopolizar los procesos de toma de decisiones.

El sistema jerárquico en la Administración civil quedó definitivamente completado al introducir un conjunto de valores y técnicas militares en las administraciones absolutistas, como se pone de manifiesto en la Administración prusiana y posteriormente en la Administración napoleónica, que tuvo una influencia decisiva en España.

El gran desafío que tienen hoy planteado las administraciones es la superación de aquellos viejos esquemas y el desarrollo de valores y sistemas de organización y de gestión propios de los modelos pluralistas. De hecho, la Iglesia y los ejércitos también se hallan en proceso de transformación de sus sistemas de organización clásicos.

Por ello, resulta preocupante que en nuestrio sistema constitucional pluralista estemos asistiendo a cierta reproducción de esos viejos y anquilosados esquemas jerárquicos, no sólo en la Administración pública, sino en el conjunto de instituciones políticas, a las cuales, en cierta forma, se está sometiendo a un sistema de control monocéntríco y unidireccional.

En el funcionamiento de los partidos políticos, indispensables en un sistema democrático pluralista, se reproducen elementos y valores propios de aquellas organizaciones jerárquicas. Fenómenos y comportamientos diversos que quedan perfectamente: descritos con estas palabras de Voltaire: "Cada partido pretende ser la Iglesia".

Esta misrna dinámica uniformizadora y jerárquica se proyecta en otras instituciones como los parlamentos, a través de la disciplina de voto, y en los poderes autonómicos y locales.

Ciertamente, un modelo centralista tiene su propia coherencia; sin embargo, la solución más incoherente y desastrosa sería pretender gobernar un Estado pluralista en clave centralista.

Este resurgimiento de los valores y la cultura jerárquica en la política, precisamente en el momento en que se ha logrado la desmilitarización y secularización de los poderes públicos, ya no puede ser achacado a una influencia de militares y clérigos, sino únicamente a nuestras propias actitudes.

El fracaso del proyecto de 1931 fue debido en parte al tono sectario y dogmático con que se plantearon las reformas. Si se ha sabido superar ese estilo a la hora de acometer reformas históricas como la militar, es preciso que se implante un nuevo estilo auténticamente pluralista en la Administración y en la política tal como establece nuestra Constitución.

Estamos en un momento decisivo para decantar la gestión pública hacia un modelo absolutista, uniformizador, donde sólo el poder central tiene el monopolio de las soluciones correctas, dirigista y paternalista, con predominio de las técnicas de "ordeno y mando", y donde el resto de grupos y poderes quedan sumidos en una Inercia burocrática a la espera de instrucciones superiores, o, por el contrario, establecer una gestión pública relativista donde se promueve y valora la diversidad de grupos y poderes contrapuestos y equilibrados, donde se estimula la participación y la implicación colectiva para la experimentación y búsqueda de nuevas soluciones y donde se utilizan técnicas de persuasión para la resolución de conflictos. En definitiva, se trata de optar por un Estado burocrático administrativo o por un Estado despierto y dinámico. Estos desafíos pluralistas en la España de 1991 no deberían parecer un proyecto utópico.

Manuel Ballbé es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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