Victoria y melancolía
Escribo estas líneas en el momento en el que empezamos a olvidar la gran derrota en Haceldama, cuando los datos sin censura nos han mostrado ya el campo de sangre por el que se batió un ejército en retirada. Antes de sentarme ante el ordenador he limpiado un poco la casa, y he guardado por fin la bandera blanca que mi compañera extendió en el balcón. Como la bandera era un retal de sábana destinado a trapos, ha vuelto al cajón de la limpieza, en donde encontrará un futuro nada simbólico, pero bastante práctico. Es el final simultáneo de una gran guerra y de un gran tema de conversación, y todo vuelve rápidamente a la normalidad, si es que ésta se vio en algún momento alterada. Personalmente, soy de los que se consideran ganadores de esta guerra, por mucho que la haya vivido como un macabro culebrón emitido por los telediarios. Sin embargo, no puedo evitar sentir tristeza ante este final apresurado que nos deja, no podía ser de otra manera, exactamente igual que como estábamos. A fin de cuentas, para eso enviamos a Oriente un ejército capaz de organizar la matanza más fulminante de la historia, si exceptuamos las bombas que lanzara nuestro despiadado aliado contra Hiroshima y Nagasaki. Hemos obtenido una victoria escandalosamente fácil, tan fácil que a punto ha estado de dejarnos sin argumentos, pero ése no ha sido, para mí, el lado más oscuro de esta contienda. Lo más grave, lo que realmente me escandaliza, es que nuestro implacable aliado haya tenido los arrestos suficientes para afirmar que el ofensor Sadam Husein era intrínsecamente malo. Ayer por la noche estuve hasta altas hora ' s leyendo la voluminosa biografla de Aleister Crowley que ha editado Siruela. Resulta muy instructivo repasar las opiniones del que fuera considerado el hombre más malo de su tiempo, capaz de cometer las peores villanías. El hombre que más supo cubrirsede mierda, el que optó por su mirse en la más absoluta vergüenza antes que creer en los valores que dan al hombre su supuesta grandeza, describía así su lucha interior: "Dios y Satanás se disputaron mi alma. Venció Dios, pero ahora sólo me queda una duda: ¿cuál de los dos era Dios?". Nuestro ejército, el glorioso ejército de nuestros aliados, nunca se paró a dudar sobre este punto. Sadam era una especie de tumor maligno, algo que había que eliminar al precio que fuera, aunque para ello se hiciera necesario aniquilar a un ejército hara piento. A fin de cuentas, un
ejército se organiza para aplastar o para ser aplastado, y en
esto, la lógica militar resulta irrefutable. También resulta
irrefutable en otras muchas cosas, siempre que no atañan a
nuestra conciencia, que es débily se lamenta de todo. A Sadam había que aplastarle, y en eso creo estar de acuerdo. Había que hacerlo en nombre de nuestro coche nuevo, en nombre de la paella que nos comíamos mientras sobre Bagdad caían las bombas, en nombre del televisor que nos mostraba las imágenes de una guerra que, para nosotros, nunca llegaría a hacerse realidad. En nombre de nuestra propia decadencia, que nos obliga a llevar a nuestros ejércitos a fronteras siempre lejanas. A Sadam -y a su pueblo, seamos sinceros- había que aplastarlo por el bien de nuestro plácido bostezo al atardecer en tierras libres de sacudidas, pero nunca en el nombre de Dios. Como en el interior del escurridizo Aleister Crowley, nadie es Dios en Haceldama, en el campo de sangre.
De ahí que nuestra fuerza multinacional haya basado su filosofia en la eficacia. Me parece de una frialdad y de una honestidad indiscutibles pretender imponerse por la fuerza, arrasando lo menos posible. En lugar de cientos de miles de muertos, lo hemos conseguido causando sólo decenas de miles. Estamos horrorizados, pero la paella no se nos ha atragantado, y es más, hemos quedado el próximo domingo para hacerotra. Todo está a salvo por fin, y seguimos sabiendo, como sabíamos antes, que nadie es Dios en este inmenso campo de sangre. Por eso me parece intolerable que el jefe de nuestros implacables aliados -qué bien que sean tan implacables, eso facilita las cosas- se atreva a decir que el ofensor, el monstruo, sea intrínsecamente malo. Ese argumento sólo pueden esgrimirlo los que viven inmersos en la épica, algo que sin duda no nos ocurre. ¿Qué épica hay en enviar un Ejército profesional, pagado por el inmenso capita] de un pueblo supuestamente subyugado como es el kuwaití, a luchar lejísimos de nuestra tierra? Nunca aplaudiríamos que nuestros soldados, como Conan, desearan bañarse en la sangre de sus enemigos. Preferimos pensar que han salido de paseo con sus bombas, pues carecemos de la convieción moral que haga grandes nuestros actos. Nuestros soldados no son monstruos sanguinarios, sino técnicos cualificados al servicio de nuestros bostezos al atardecer. Y esa convicción, esa seguridad en saber que estamos dispuestos a todo con tal de no perder nuestra seguridad, se tiñe, sin embargo, de melancolía al imaginar al recluta iraquí, desnutrido y mal pertrechado, en su trinchera, con un fusil de tecnología obsoleta -es que da rísa-, convencido de que va a luchar por algo realmente importante. Sabemos de un pobre bárbaro inculto al que han engañado vilmente, pero sabemos también que él no tiene nada que perder. Y no nos satisface, o al menos a mí no me satisface nada, imaginar su sorpresa al ver que la caja de los truenos caía sobre él, que la guerra santa no era tal guerra, sino una maldición que lo aniquilaba desde lugares a los que no podía llegar su mirada, y que sólo le quedaba la opción de sentarse en la cuneta con las manos en la cabeza a esperar la llegada del Dios de sus enemigos. Un Dios sin duda poderoso, puesto que no existe. ¿Es ése el Final de su sueno o el principio de nuestra decadencia? ¿Qué es más grande, si es que hay algo grande, cosa que ya dudo, nuestra fácil y melancólica victoria o su humillante derrota? Ante esta duda se llenan de contenido las líneas de Cioran: "...Y es así como yo sueno haber sido uno de esos esclavos, venido de un país improbable, triste y bárbaro, para arrastrar en la agonía de Roma una vaga desolación, embellecida con sofismas griegos".
A Sadam había que aplastarle, y lo hemos hecho. Nuestro Gobierno, siempre tan realista, aceptó la única alianza posible en este maravilloso estercolero. Yo mismo, sin ningún pudor, me declaro ganador de esta guerra cruenta y preventiva, una guerra tan lejana de mis paellas de domingo, tan lejana de mi bostezo, que estoy tentado de pensar que nunca ha existido. Sin embargo, al retirar la bandera blanca que mi companera enarboló en el balcón de nuestra casa me he sentido como el impresentable y nauseabundo Crowley: un habitante de Planilandia perdido en la huella del pulgar de un asesino.
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