Gobierno y partido
EL EXPLÍCITO reconocimiento en el Comité Federal socialista por parte de Alfonso Guerra de que el Gobierno recién nombrado por Felipe González lo es del PSOE, y su inequívoca posición a favor de un apoyo sin fisuras ni matices del partido al nuevo Gobierno, parecen poner punto Final a las reticencias surgidas en el seno del aparato socialista sobre la remodelación del Ejecutivo. La nueva tonalidad inmediatamente observable en las relaciones entre al partido que cuenta con la mayoría en el Parlamento, el PSOE, y el Gobierno salido de esta mayoría se había convertido en el dato político más llamativo de la quinta remodelación ministerial llevada a cabo por Felipe González.Sin duda, la coyuntura electoral -las elecciones autonómicas y municipales del 26 de mayo están a la vuelta de la esquina- no es ajena a la rapidez con que desde la dirección del PSOE -su Comité Federal, reunido por primera vez tras el 32º congreso del partido- se ha pretendido retomar las riendas de una situación que amenazaba con debilitar su imagen ante los electores. De otro lado, admitir que el partido en el poder debe apoyár al Gobierno salido de su seno y que éste debe aplicar su programa no es nada más que recordar la vigencia de un axioma político consustancial al sistema parlamentario. Precisamente, que algo políticamente tan evidente tenga que ser recordado con insistencia es lo que hace sospechar que algún elemento nuevo todavía no digerido amenaza con distorsionar la armonía interna de tan elemental evidencia en el seno del partido del Gobierno.
Las dificultades de la nueva definición de las relaciones entre el PSOE y el Gobierno no se plantean tanto en el terreno de los principios como en el de la práctica política. A partir de ahora, estas relaciones deberán pivotar, según insisten las máximas instancias socialistas, en el presidente del Gobierno a la vez que secretario general del PSOE, Felipe González. El cambio -hasta ahora el protagonista del vínculo era Alfonso Guerra- es de tal naturaleza que no permite ver todavía si esta fórmula es la apropiada para mantener en el futuro el justo equilibrio entre su autonomía como responsable de la gobernación del país y su compromiso con las ideas y sentimientos dominantes en el partido que lo sostiene.
En el caso del PSOE la cuestión es complicada porque desde hace 15 años el liderazgo ha sido compartido. Totalmente el liderazgo interno y parcialmente el liderazgo ante la sociedad. El mantenimiento de la autoridad de Felipe González ante su partido ha sido posible -pese a rupturas como la de la UGT o giros políticos como el de la OTAN o el del abandono del marxismo- porque Alfonso Guerra ha avalado tales cambios, sin los que, a su vez, no hubiera sido posible ganar la confianza de sectores que han venido votando al PSOE desde 1982. Pero la aceptación de la dimisión del número dos, producida apenas unos meses después de su resonante triunfo en el 320 congreso socialista, ha sido interiorizada por sus fieles del aparato como una derrota que podría poner en peligro su futuro político. Este temor se ha hecho patente, fundamentalmente, en el grupo parlamentario.
Al margen de lo que devenga la redefinición de las relaciones entre el PSOE y el Gobierno, un cierto desfase entre la longitud de onda política de uno y otro no debería ser contemplado como algo malo en sí. Incluso puede dar frutos interesantes, en la medida en que se establecen dos planos de responsabilidades; por un lado, las ejecutivas, y, por el otro, las legislativas y de control. El partido siempre puede ir, así, un paso más lejos o más cerca que el Gobierno y puede establecer incluso un debate más plural y una dialéctica más enriquecida entre los distintos niveles del poder. Nuestros vecinos franceses ofrecen desde 1988 una clara muestra de este doble compás, con un Gobierno de base socialista siempre ligeramente escorado a la derecha respecto al propio partido socialista. Sin duda, este modelo de comunicación entre partido y Gobierno exige más que ningún otro que el debate interno se centre en las ideas y en los contenidos prográmaticos y no en los personalismos y en la defensa a ultranza de las cuotas de poder de cada cual.
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