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Reflexión tras la contienda

Por fin ha querido el cielo escuchar las compungidas rogativas y fervientes procesiones en favor de la paz que, con angélica buena fe, muchos -y algunos con la disimulada mala fe de baratos Mefistófeles- vinieron elevando a las alturas mientras duraba el conflicto del golfo Pérsico, y ahora que, gracias sin duda a la virtud de tan pías plegarias, ha concluido la lucha, quisiera explicar yo a quienes ello pueda interesarles la razón de haberme negado, desde mi modesto rincón de observador inocuo, a las varias exhortaciones recibidas para que opinara sobre lo que estaba aconteciendo.Tal negativa respondía a mi propósito firme de no contribuir, aportando por mi parte unas cuantas apreciaciones ocasionales más a la general confusión. Pues es lo cierto que, mientras la gran multitud callaba y procuraban los poderes públicos cumplir su deber ineludible, atronaba el espacio el alboroto de quienes, muy legítima aunque apresuradamente, creyeron que era el suyo tomar posición expresa frente al curso de los acontecimientos.

En efecto: el repaso a posteriori de lo visto y oído en nuestro país con referencia a ese conflicto arroja un cuadro, de la mayor confusión. Y desde luego que el caso no era para menos. Nos hallábamos ante una coyuntura histórica totalmente nueva: recién incorporada España como entidad activa al juego de la política internacional, y cuando ésta salía del impasse en que, durante casi medio siglo, había mantenido al mundo la rivalidad de las dos superpotencias. Roto ahora ese terrible equilibrio con el desmoronamiento del bloque comunista, tenían que surgir en seguida -como era esperable y en efecto han surgido- movimientos de fuerzas cuya compulsación más o menos violenta dará lugar a que por fin se configuren unas relaciones políticas estables para el inmediato porvenir. Que la estructura básica de esas relaciones habrá de ser distinta de lo hasta ahora existente, aun cuando puedan conservarse muchos de sus actuales aspectos formales, parece cosa obvia, ya que durante el prolongadísimo lapso de inmovilidad llamado guerra fría los radicales cambios operados en la sociedad por el progreso tecnológico exigen un replanteo a fondo de las instituciones del poder político en apoyo de una razonable ordenación global. No será de extrañar, pues, el desconcierto en que esta nueva situación ha sumido a las gentes, tan pronto como dio comienzo la débâcle, esto es: eI deshielo histórico.

Por supuesto que desconcierto tal afecta al mundo todo, pues para todo el mundo es nueva la situación; pero se manifiesta -y ello es muy natural- de manera diversa según la coyuntura respectiva desde la que cada país deba afrontarla. Rasgo común es el de que, en trance de improvisar una respuesta, se haya echado mano en todas partes, para Interpretar los hechos, de aquellos criterios tradicionales de que cada cual disponía, por más que esos criterios tradicionales no sean válidos ya, ni desde luego los más adecuados para manejarse ante una realidad inédita.

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Resultaría sin duda interesante comparar caso por caso las diversas reacciones de la gente en los distintos países frente a un conflicto como éste, que a todos afecta, y convendría ante todo examinar siquiera someramente la nuestra propia. No han faltado entre nosotros quienes ponderasen la reacción pública producida en el Reino Unido ante la situación bélica, para alabar su coherencia por contraste con la que en España podía registrarse. A mí me parece que si aquella reacción fue más funcional en la oportunidad, era en su fondo más obtusa que la desconcertada vocinglería a que hemos debido asistir aquí. Los británicos reaccionaron, en efecto, según las pautas del viejo patriotismo nacionalista, como por lo demás lo habían hecho ya cuando la guerra de las Malvinas, mientras que aquí una sola voz ha sonado según ese diapasón, y fue aquella salida de tono de un. almirante, probablemente asqueado ante el bochornoso espectáculo que hubo de montarse en protesta contra el envío de un par de barcos a la zona de control. Fuera de esa pequeña soflama, pronto retirada, el viejo y retórico nacionalismo español, en descrédito por el abuso que de él se hizo en tiempos anteriores, no ha tenido esta vez manifestación alguna. La ha tenido, sí, en cambio, y muy intensa, ese otro nacionalismo resentido a que en su día se acogiera la generación de 1898 -emblemática de la derrota- para postular un encierro y aislada concentración de España sobre sí misma, a que, por lo demás, nos tenía condenados ya desde antiguo nuestra posición de marginalidad histórica. Este nacionalismo resentido y un tanto palurdo ha estado ciertamente en la base de algunas, actitudes públicas de intelectuales calificados, y quizá incluso en la base de alguna timorata reticencia del Gobierno mismo, pero sobre todo, y de manera, muy clara, ha prestado asiento al utópico pacifismo de buena. fe tras de cuya hermosa bandera se han enrolado muchos, y que en su formulación abstracta resulta tan inofensivo como inconducente.

No así ese otro pacifismo de quienes, muy a sabiendas, lo esgrimían con el propósito evidente de debilitar y socavar la coalición internacional opuesta a los designios de Sadam Husein. Pues claro está que, frente a la tozudez de éste, abstenerse -como pedían- del recurso a la fuerza militar hubiera sido tanto como aceptar aquellos designios suyos, cohonestando en cuanto hecho consumado la fase inicial de su plan: la anexión de Kuwait. ¿Con qué propósitos podía desearse desde España -desde España digo, no desde el Magreb o en Palestina- que tales designios prosperasen y salieran adelante? La respuesta puede ser sólo materia de conjeturas y mera especulación. Cabría pensar, por ejemplo, que algunos han estado movidos por el sentimiento de un antiamericanismo visceral -la palabra visceral se ha usado mucho-, esto es, de una irracional aversión, y, frente a eso no hay nada que argüir. Puede suponerse también que en multitud de casos tal actitud se viera más o menos alimentada por residuos de ideologías que fueron operativas en un pretérito no lejano, pero que para nada corresponden ya a la situación presente; residuos ideológicos que, al haber perdido, con la liquidación del bloque soviético, su habitual respaldo, procuran acaso combinarse ahora con otros ideologemas residuales (nacionalismo, humanitarismo, incluso con los postulados de un liberalismo más o menos consecuente) para formar mixturas de patética incongruencia; sin que tampoco hayan dejado de aducirse, por lo que valieren, presuntas afinidades de sangre o de cultura, u otras fantasías monscas de varia pinta. En efecto, de cuanto se ha dicho y escrito en España con ocasión del conflicto del golfo Pérsico podría sacarse una grotesca antología del disparate.

Pero, en fin, ha llegado la paz, y ya queda atrás todo eso. En resumidas cuentas, la comprensible perplejidad que la guerra ha producido entre el conjunto de los españoles, privados como estuvieron de una orientación respetable acerca del sentido en que se inspiraba la acción de su Gobierno y Parlamento democráticos, aturdidos por la algarabía de tantas voces discordantes, y en pleno proceso de incorporación -nada fácil- a la corriente de la historia universal, revela sin embargo, a juicio mío, y por paradoja, una sana, abierta y despierta disposición a participar en la nueva, crucial etapa del desarrollo humano a que asistimos.

Este país de nuestros pecados -que no es Utopía, pero tampoco tiene por qué ser Babia- está aprendiendo a tomar conciencia clara acerca de dónde se halla y hacia dónde se dirige. Hora sería, pues, de que quienes se sientan capacitados para hacerlo, analicen a fondo y en actitud prospectiva y libre de prejuicios el significado que esta guerra recién concluida tiene para el mundo, y las perspectivas de futuro que ella abre.

Francisco Ayala es escritor.

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