Retorno al pasado
TRAS POCAS semanas de una guerra casi quirúrgica, el orden quedó restablecido en Kuwait, y el panoráma físico y político de la zona, irreconocible. Pero al emprender la tarea de su reconstrucción, parece que el emirato pretende volver al antiguo régimen como si nada hubiera pasado, como si el trauma ocurrido desde el 2 de agosto de 1990 fuera una pesadilla de consecuencias prescindibles. Las lecciones de la guerra, de concretarse esta tendencia, quedarían limitadas a la superficie. Eso es inadmisible.Lo notable de la crisis del Golfo fue que, al estallar, puso bruscamente de relieve los graves problemas sociopolíticos que aquejan a toda la región, y de los que Kuwait es un estereotipo. Es saludable que, al explicitarse, haya hecho exigible su enderezamiento. No se debe aceptar el que los dirigentes kuwaitíes los barran nuevamente bajo la alfombra.
Las carencias principales del sistema se centran en tres cuestiones: por una parte, la esquizofrenia que produce en una sociedad de estructura fundamentalmente tribal el acceso al moderno concepto de Estado; por otra, la violenta contradicción que provoca en el funcionamiento del país el choque entre la moralidad de un texto religioso medieval, el Corán, y las exigencias de funcionamiento pragmático de una estructura que repentinamente ha accedido a una extraordinaria riqueza; finalmente, el egoísmo casi brutal que ha sido típico de Kuwait en relación con los países de su entorno. Tres defectos que se han manifestado, hacia el interior, en la carencia de democracia, y hacia el exterior, en una avaricia petulante. Ha llegado el momento de corregirlos.
Tras la crisis del Golfo ha llegado la hora de la democracia al Próximo Oriente. El resultado de la paz debe ser una nueva libertad que se traduzca en mayor justicia para todos los habitantes de la zona. En términos kuwaitíes, ello quiere decir que el 70% de población inmigrante accedería a los derechos normales que se reconocen a los extranjeros residentes en cualquier sociedad civilizada -no ya la nacionalización, hasta ahora denegada absolutamente a todos, sino incluso los simples privilegios del trabajador foráneo-. También significaría el final del control autocrático de la familia Al Sabah sobre el país y el establecimiento de los canales democráticos, lo que, a su vez, implica no sólo un Parlamento con control del gasto y el Gobierno, de la legislación y las libertades esenciales; connota igualmente la extensión del voto a quienes no son cabezas de familia, a la mujer y a los mayores de 18 años. Por otra parte, la actividad internacional del emirato debe centrarse, finalmente, en la asistencia generosa al desarrollo del Tercer Mundo y no ya a la acumulación de riqueza. Ésta podrá ser previsora para los nacionales (un Fondo para Futuras Generaciones que ahora tiene más de 100.000 millones de dólares, a repartir entre los aproximadamente 700.000 kuwaitíes), pero insulta a los desposeídos.
Mientras la mitad de los kuwaitíes emprende lentamente la reconstrucción -de un país que está menos destruido de lo que se decía al principio, el emir y la otra mitad siguen en un exilio dorado por consejo de las autoridades. En Kuwait se reparte comida y gasofina gratuitamente; sobra el dinero. Hasta para rehacerlo todo sin que cambie nada. En efecto, la expulsión de palestinos, la persecución de los que quedan, la manifiesta intención de reducir las cucitas de residentes extranjeros parecen mostrar, en suma, la aparente voluntad de Kuwait de encerrarse nuevamente sobre sí mismo. Ello sería escandaloso. Supondría una violación pública de la buena voluntad demostrada por el mundo entero al acudir en su ayuda. Si el mundo fue solidario con el ernirato, ahora le toca a éste ser solidario con los demás.
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