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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El nacionalismo en la Unión Soviética

MIJAÍL GORBACHOV sigue encontrando obstáculos crecientes para llevar adelante su idea de reorganizar la estructura nacional de la Unión Soviética mediante un nuevo Tratado de la Unión. En principio, ese convenio tenía que haber sido aprobado antes del fin de 1990. En la reunión que acaba de celebrar el Consejo Federal -organismo encargado de elaborar dicho acuerdo-, siete de las 15 repúblicas que constituyen la URSS no han participado: las del Báltico (Lituania, Letonia y Estonia), el Cáucaso (Georgia, Armenia y Azerbaiyán) y Moldavia.Mientras tanto, se agravan una serie de conflictos, incluso con derramamiento de sangre, como en el caso de Osetia del Sur, una república autónoma que forma parte de Georgia. En cuanto al referéndum convocado para el 17 de este mes, los analistas consideran, cada vez con mayor coincidencia, que puede ser un importante fracaso político para el presidente de la URSS. Los sectores democráticos -Incluso los partidarios de mantener la unidad entre las repúblicas- llaman a votar en contra por temor a que el triunfo del sí sea capitalizado a favor de quienes han optado por la actual fase política, claramente involucionista.

En ese cuadro complejo, las repúblicas bálticas representan un caso especial por una serie de razones de fondo. En ellas se han celebrado -el 9 de febrero en Lituania y el 3 de marzo en Letonia y Estonia- auténticos referendos en los que las poblaciones, por aplastante mayoría, se han pronunciado a favor de la independencia. De nada sirve, como se ha hecho en Moscú, calificar esas consultas de sondeos. Han sido victorias para los defensores de la independencia, que además gobiernan en las tres repúblicas. Con un rasgo muy significativo: esa victoria se ha producido no sólo en Lituania, donde la población autóctona es muy homogénea, sino también en Letonia y en Estonia, donde la población rusa es muy numerosa. Por tanto, es evidente que numerosos votantes de origen ruso o eslavo han preferido la independencia, probablemente no por sentimientos nacionalistas, sino por el deseo de apoyar lo que a su juicio es la causa democrática.

Esta peculiaridad báltica tiene una raíz histórica esencial: Estonia, Letonia y Lituania, después de haber sido Estados independientes finalizada la I Guerra Mundial, fueron incorporadas a la URSS en 1940 mediante un tratado secreto entre Hitler y Stalin. Este hecho no se borró de la conciencia colectiva de esas naciones. Y no es casual que, al surgir la perestroika y cierta posibilidad de poder expresar libremente las opiniones, aparecieran en el Báltico los frentes populares, opciones políticas con programas democráticos y nacionalistas que ganaron ampliamente las elecciones. Estos rasgos específicos no justifican extremismos nacionalistas. No se borran de un plumazo décadas de convivencia que han determinado la propia estructura económica de esas repúblicas. El camino sensato hacia la emancipación nacional es un proceso gradual dentro del marco legal de la URSS, que admite esta eventualidad.

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Para Gorbachov, su reciente experiencia de enfrentamiento con las repúblicas bálticas ha sido dramática: el Ejército y el aparato comunista intentaron derrocar a los Gobiernos legales; unos fantasmales "comités de salvación nacional" pretendieron tomar el poder con el respaldo de los militares, despreciando a los respectivos Parlamentos; los choques armados causaron 20 muertos. Al final, Moscú tuvo que dar marcha atrás. Gorbachov se ha esforzado por reducir su responsabilidad personal en esa aventura indudablemente poco brillante. En todo caso, la respuesta a todo ello ha sido una masiva afluencia a las urnas y un indiscutible triunfo del independentismo.

Ahora, después de las tres consultas sobre el porvenir de las repúblicas bálticas, se ha creado una nueva situación. A Gorbachov le convendría -Incluso para facilitar su política en relación con otras repúblicas- desgajar el caso báltico, aplicando con generosidad las medidas que pueden conducir a las respectivas soberanías. Se comprende que el presidente soviético quiera evitar un efecto dominó y la disgregación de la URSS, pero tratar el caso báltico como una cuestión distinta y específica, tan peculiar en sí mismo, es probablemente la mejor forma de soslayarlo. En el plano internacional, el deseo occidental de ayudar a Gorbachov tiene sus límites. Si no fuese capaz de dar un cauce político y positivo al resultado de los referendos de Lituania, Letonia y Estonia, su prestigio exterior quedaría dañado.

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