Los horrores (políticos) de la guerra
Comienzo a escribir este artículo a los pocos momentos de conocer la aceptación por parte del presidente Bush del alto el fuego o rendición propuesta por las autoridades de Bagdad. Se pone fin así, con el instrumento de la guerra, a la agresión iraquí del mes de agosto. Me incluyo entre quienes, compartiendo el objetivo de la necesidad de restablecer el derecho internacional violado, consideran desproporcionado el método empleado finalmente para ello. No solamente por los horrores de la guerra en sí misma, sino también por las perspectivas que a partir de ella se abren en el campo de las relaciones entre naciones y pueblos. Con todo, este último puede considerarse que cae en el campo de las especulaciones, en el que no es mi interés en este momento adentrarme. Es difícil determinar quiénes van a ser en última instancia los beneficiarios de la situación creada tras la guerra. Pero lo que sí que puede hacerse es el elenco -que siempre será incompleto- de las causas perjudicadas directa o colateralmente por la aventura kuwaití de Sadam Husein y la reacción desencadenada por la misma.En primer lugar, aparte de la destrucción y muerte acarreadas al propio pueblo iraquí, la causa palestina y especialmente la de la OLP. La situación creada por la anexión de Kuwait y la consiguiente división del mundo árabe forzó a la OLP a tomar el único partido que su dirección podía elegir para sobrevivir como tal dirección, al precio de dinamitar la política seguida hasta la víspera y de comprometer seriamente el futuro de lo que sigue siendo la aspiración palestina fundamental, es decir, el ejercicio del derecho de la autodeterminación. Conviene recordar a quienes, con mayor o menor buena fe, reprochan a Arafat su alineamiento con Sadam, que el propio rey Hussein de Jordania, probablemente el más prooccidental de los gobernantes árabes de la región, se ha visto obligado, bajo la presión de su pueblo, a sostener políticamente al dictador iraquí. La presión era más fuerte aún para Arafat, cuya política de moderación, además, no había dado resultados. En todo caso, es esta política la que ha saltado por los aires, reforzando de paso las posiciones intransigentes en la sociedad y el Gobierno israelíes, que ven legitimados sus modos de aproximación a la cuestión, haciendo pasar por encima del problema palestino la negociación directa y separada con cada Estado árabe.
En un ámbito más lejano hay que resaltar la forma en que la evolución del conflicto y la guerra final han dañado dos planteamientos globales de interés para el futuro equilibrio de las relaciones internacionales, como son el proyecto de unión política europea y el de la perestroika soviética. Por lo que se refiere a la primera, es evidente en primer término la responsabilidad que incumbe a los Gobiernos europeos, empezando por el de Felipe González, que ha intentado por todos los medios recubrir con el prestigio de palabras como solidaridad lo que no es más que falta de autonomía. Pero en todo caso es evidente que el proyecto embrionario de unión política ha recibido un golpe formidable: Europa ha sido incapaz de sustraerse a la dinámica de guerra, y en la misma, los intereses nacionales -incluidos sobre todo aquellos más opuestos a la unión- han relegado el proyecto de construir una política común exterior y de seguridad a la categoría de un mirage, de un espejismo, si se me consiente el oportunista juego de palabras.
Por su parte, la perestroika de Gorbachov tenía ya suficientes problemas por su propia cuenta. Pero la crisis y la guerra posterior han dado un pretexto adicional para concluir una ofensiva conservadora, cuyo resultado final todavía es incierto.
Los ejemplos podrían continuar (el desprestigio acarreado a la ONU tras su inicial revalorización, el impulso de la concepción militar de las relaciones internacionales...) hasta hacer aparecer con tintes definitivamente oscuros la banalidad de que nada volverá a ser como antes. Para concluir quisiera, sin embargo, detenerme en un aspecto que me interesa especialmente: el efecto que la crisis ha tenido sobre la izquierda, especialmente la europea.
El golpe que ésta ha recibido es de los que hacen época. Por lo que se refiere a la izquierda moderada, de matiz mayoritariamente socialista (con matices diferentes según que se encontrara o no en el Gobierno y según el grado de compromiso bélico del país correspondiente), lo menos que puede decirse es que no ha sido capaz de hacer llegar un mensaje diferenciado y de proponer una política no subalterna. Cada vez que un exponente de este sector ha hecho alguna propuesta propia con contenido positivo (caso de F. Mitterrand o del propio F. González) ha debido envainársela, como se dice vulgarmente, a las primeras de cambio. Otros sectores de la izquierda no han sido capaces de escapar al vértigo de la marginalidad: antiamericanismo a ultranza como cuestión de principio, proclamación corno líder del pacifismo de Juan Pablo II... No se puede negar a esta izquierda la generosidad de estar con los menesterosos, con los perdedores, pero este impulso le ha llevado en ocasiones a los linderos del apoyo a Sadam. Por si algo faltaba, hay quien en nuestro país ha tenido la luminosa idea de plantear las próximas elecciones municipales como una especie de plebiscito sobre la guerra. La madre de todas las batallas... electorales. Posiblemente la crisis de la izquierda se perciba mejor que en ningún lado en nuevo PDS italiano, en el que continúan conviviendo todas las almas del viejo PCI, lo que es lo mismo que decir todas las sensibilidades de la izquierda europea.
La desazón es también perceptible en el ámbito de los intelectuales de izquierda que han sentido la necesidad de dar su opinión sobre la guerra. No se puede despachar sin más como yuppies estabulados en uno y otro pesebre o como estalinistas conversos con las meninges reblandecidas a quienes han expresado un parecer distinto del rechazo puro y simple. Téngase en cuenta que en este campo aparecen nombres por encima de casi sospecha, como los de Norberto Bobbio o Michael Walzer. En este mismo periódi co, frente a la postura de M. Vázquez Montalbán (cuyo razonamiento en gran medida comparto y cuya brillantez en la exposición envidio, sin reservas), cabe contraponer, por ejemplo, la de Antonio Elorza, intelectual crítico, a quien es di ficil encasillar en alguna de las categorías de descalificación empleadas por Vázquez Montalbán.
Es evidente que las anteriores consideraciones no dejan demasiado espacio para el optimismo. Y ni siquiera cabe el recurso, a estas alturas, de apelar a la muletilla grarrisciaría de contrarrestar el pesimismo de la inteligencia (admitiendo que estas reflexiones sean inteligentes) con el optimismo de la voluntad. Recurriendo una vez más a Vázquez Montalbán, podemos decir que no corren buenos tiempos para la épica. Al menos para una determinada épica.
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