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Las dos caras del Báltico

El autor contrapone la política independista radical puesta en marcha por el presidente de Lituania, Vitautas Landsbergis, a la de los presidentes de Estonia y Letonia, que siguen apostando por mantener abiertas las relaciones con Moscú. Los defensores de esta vía consideran que Gorbachov sigue siendo fuerte como para poder "fundar la nueva federación de las repúblicas soviéticas".

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La señora Kazimiera Prunskiene, de 47 años, d 1 putada del Congreso del Pueblo en Moscú y primera ministra de Lituania hasta los primeros días de 1991, acaba de pedir asilo político en Suiza. Esta sorprendente noticia, revelada por The Times de Londres, no ha sido ni confirmada ni desmentida por las autoridades suizas por lo que bien podría deducirse que la señora Prunskiene está en Suiza aunque no muestre ningún interés en que ello se sepa (noticias que llegan de última hora aseguran, sin embargo, que esta señora se halla en Alemania y que no desea retornar a Lituania).Hace una semana, en Vilna, durante una conferencia de prensa muy poco difundida en Occidente, explicaba la ex primera ministra las razones de su partida. Allí reveló que Antanas Derulaitis, líder del partido Independencia y brazo derecho de Vitautas Landsbergis, la había amenazado "con la eliminación física", porque mantenía que el camino de la independencia lituana pasaba por un diálogo con Moscú. Habiendo tomado en serio esas amenazas, Kazimiera Prunskiene pidió protección a la policía, pero dado que las fuerzas del orden en Vilna dependen, bien de Vitautas Landsbergis, bien del Ejército soviético, es decir, de enemigos que, cada uno por diferentes razones, desean su muerte política, o en otras palabras, su muerte física, bien se comprende que esta mujer, muy popular en Lituania, no haya tenido más opción que la de marchar a Occidente.

Su sucesor en la presidencia del consejo, Gediminas Vagnorius, no parece tener ningún remordimiento. "Un ciudadano, aunque esté amenazado, debe dirigirse a su Gobierno y no solicitar la ayuda de la prensa o de países extranjeros", ha declarado, negándose a aceptar que ha sido precisamente su Gobierno quien ha echado a Kazimiera Prunskiene. Pero el conflicto entre los ultras de Vilna y los independentistas moderados trasciende este caso personal. Está a punto de producir la ruptura en el frente unido de los países bálticos, con el riesgo incluido de provocar enfrentamientos incontrolables. ¿De qué se trata?

Los frentes populares que se han ido formando desde 1988 en las tres repúblicas bálticas engloban a los comunistas reformadores y a los nacionalistas. Su nacimiento fue saludado con gran entusiasmo en Moscú por el entorno de Gorbachov, ya que veía en ello un buen ejemplo de acción para la perestroika. Un año más tarde, sin embargo, estos mismos frentes bálticos, al evocar la forzada incorporación de sus países a la URSS en 1940, decidieron casi al unísono exigir su correspondiente salida de la Unión. Los partidos comunistas de Lituania, de Letonia y de Estonia se han escindido inevitablemente en independentistas y antiindependentistas. El de Lituania, bajo la dirección de Algirdas Brazauskas y de Kazimiera Prunskiene, ha sido incluso el primero en separarse del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y en cambiar de nombre (ahora se llama Partido del Trabajo). En Letonia y en Estonia, la muy activa participación de los comunistas reformadores, implantados en todas las comunidades, ha contribuido en gran medida a la victoria de los independentistas en las elecciones legislativas de 1990. Esta es la razón de que los nuevos presidentes de estas dos repúblicas, el letón Anatoli Gorbunovs y el estonio Arnold Ruutel, sean antiguos dirigentes comunistas. Ningún asombro, pues, que para los rusos antiindependentistas, muy unidos al Ejercito soviético, la verdadera bestia negra la constituyan estos traidores por encima de los nacionalistas de nuevo cuño.

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Cadena humana

Todos los años en el mes de agosto, en el aniversario del pacto germano-soviético, los bálticos forman una cadena humana que va desde Tallin hasta Vilna como muestra de su solidaridad. Además, una vez al año celebran una breve sesión conjunta los tres Parlamentos. No obstante, aun persiguiendo todos el mismo objetivo y aun soportando a veces los mismos ataques del poder central, no todos adoptan frente a éste la misma política. Vitautas Landsbergis, considerando que su Lituania es ya independiente, ha prohibido a los diputados lituanos su participación en los trabajos del Parlamento soviético. Los letones y los estonios piensan, por el contrario, que su presencia en las asambleas de Moscú refuerza el campo de los demócratas, y, en consecuencia, no lo boicotean. También sus presidentes, al contrario que el de Lituania, asisten al Consejo Federal creado por Mijaíl Gorbachov.

Y no es eso todo. Apoyándose en el ala dura del movimiento nacionalista, Landsbergis ni siquiera ha esperado la salida de las tropas soviéticas para desencadenar una vasta campaña contra "los colaboradores del ocupante"; es decir, contra todos los que a lo largo de estos 45 últimos anos han pertenecido al partido comunista. De ahí le viene esa hostilidad hacia Kazimiera Prunskiene, que ni siquiera sus propios partidarios comparten, pues la antigua primera ministra no contradecía para nada las decisiones de la mayoría parlamentaria nacionalista. Se dedicaba a recorrer Lituania de arriba abajo para convencer a los agricultores, muy reticentes, para que abandonaran los koljoses (muy rentables en este país) a sabiendas, como buena economista que es, de que esta política se traduciría en una baja de la producción agrícola. Y mientras ella andaba por las provincias o recorría el mundo para solicitar ayuda para Lituania, en Vilna, los amigos de Landsbergis distribuían panfletos infamantes en los que se llegaba a decir que ella no era "una verdadera lituana".

Al día siguiente del domingo sangriento de Vilna, Kazimiera Prunskiene, en una entrevista publicada en La Repubblica de Roma, reiteraba su fe en una solución negociada de la crisis y del problema de la independencia. Fue ésta, sin duda, la última gota que hizo desbordar el vaso de los extremistas, que únicamente confían ya en la intervención occidental. ¿Es esto razonable? Ni en Riga ni en Tallin lo creen sí. La diferencia entre los presidentes moderados de estas dos repúblicas y Vitautas Landsbergis se hace cada vez más patente. Más discretos que el bullicioso lituano, Gorbunovs y Ruutel ni lanzan llamadas al mundo (los telespectadores occidentales ni siquiera han visto sus rostros) ni piensan que Gorbachov, con el agua al cuello, se mantiene en el poder exclusivamente porque lo sostienen los americanos o los alemanes. Más bien al contrario, consideran que el presidente de la URSS está suficientemente fuerte como para llevar a buen puerto su gran proyecto de fundar la nueva federación de las repúblicas soviéticas.

Arnold Ruutel va a pedir a partir de esta semana al Parlamento de Estonia que acepte el referéndum del 17 de marzo propuesto por Gorbachov a todas las repúblicas. Bien es cierto que desea que en su país la cuestión propuesta a los electores sea formulada de otra manera y que se les ofrezca la posibilidad de adherirse a la URSS o de restablecer la república que había antes de 1940. Es probable que Anatoli Gorbunovs haga algo parecido referente a Letonia en sus negociaciones con el presidente soviético. En caso de victoria en el referéndum, cosa que dan como muy probable, los dos presidentes aceptan el periodo de transición previsto por la ley, aunque también aquí desean una solución de compromiso (tres años en lugar de cinco). En lo referente a la retirada de las tropas soviéticas, se inspiran en el modelo alemán, que fija unos plazos bastante amplios.

¿Quién es más realista en este debate interno entre los bálticos: Landsbergis, que todo lo cifra en la caída de Gorbachov, o los moderados, dispuestos a seguir su juego porque confían en sus promesas democráticas? La misma cuestión, con una formulación un poco diferente, es la que se plantea a los occidentales. La solidaridad que expresan con respecto a estos países, víctimas del pacto germano-soviético, es comprensible, pero ello no los obliga a sostener las fracciones más extremistas de los bálticos, las mismas que acaban de forzar al exilio a Kazimiera Prunskiene. Lituania no es Kuwait, como tampoco lo son Letonia o Estonia. Forman parte desde hace medio siglo de la Unión Soviética, y allí están integradas económicamente con unas poblaciones muy heterogéneas y mezcladas. Exigir que los soviéticos se retiren para reparar una injusticia histórica sin ningún trámite de divorcio parece insensato. Querer obligarles amenazándoles con sanciones económicas lo es más todavía. Occidente no está haciendo la caridad con el Este, pues lo que en el fondo hace es ganar nuevos mercados. El conjunto de su ayuda alimenticia, sobre todo alemana, representa menos de un día de consumo de una ciudad como Moscú. Y triste es saber que el Fondo Monetario Internacional y la Embajada de Estados Unidos en Varsovia han impuesto a Polonia un ministro de Finanzas de su gusto, lo mismo que la política económica. Pero, al contrario de lo que creen algunos de nuestros editorialistas, nadie está en condiciones de imponer nada a la Unión Soviética, aunque esté muy debilitada y camine hacia el caos económico.

Millones de indeseables

No hay que ser muy inteligente para comprender que el Gobierno soviético no puede abandonar a los rusos y a otros eslavos que ha enviado durante medio siglo a estos países bálticos. Será tanto más sensible a la suerte que puedan correr bajo el nuevo poder de los autóctonos cuanto más revanchista se muestre éste con ellos. Si un combatiente por la independencia como Kazimiera Prunskiene no puede sobrevivir en la Lituania de Landsbergis, ¿cuántos otros colaboradores de los ocupantes tendrán que dejar el país? Y esos millones de indeseables que los ultras querrán expulsar no irán precisamente a Suiza o a Alemania. Habrá que encontrarles un hogar en Rusia, en Ucrania o en otros sitios, donde justamente no hay ni alojamiento ni lugar para ellos. El grupo de diputados Soyuz, de los coroneles Alksnis, y Petruchevski, se esfuerza en convencer a los no autóctonos que podrán permanecer e incluso gobernar esos países gracias a la fraternal ayuda del Ejército soviético. No es casual que acusen a Gorbachov de haber traicionado a los rusos de los países bálticos. La aversión que muestran contra el dirigente no es porque no haya restablecido la administración de Moscú en Vilna o en Riga, sino porque saben que sigue estando abierto al diálogo con los independentistas moderados para impedir lo peor en lo inmediato y para permitir, por etapas, que estos países adquieran el mismo estatuto de soberanía que Finlandia. Nada prueba, pese a la situación difícil de la Unión Soviética, que no existan medios a un cierto plazo para mantener esta promesa.

es periodista francés, especializado en temas del Este europeo.Traducción: J. M. Revuelta.

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