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Entre lo eterno y lo nuevo

Con interés y emoción escribo estas líneas para testimoniar la admiración y amistad que siempre he tenido hacia el padre Pedro Arrupe, SJ. Un hombre cuyo concepto de obediencia religiosa al Papa, dentro de su equilibrio, propendía más al exceso que al defecto. Y, sin embargo, que no renunció a lo que en su conciencia iba descubriendo sobre las relaciones entre fe cristiana y práctica y promoción de la justicia. Se negó a dar palos de ciego autoritarios, como le pedían. En cambio, practicó el diálogo. Supo comprender el significado profundo de la teología de la liberación, y para llegar a ello quiso recibir cumplida información del teólogo jesuita Jon Sobrino. También en sus visitas a América Latina hizo la experiencia de que hay que buscar el contacto directo con la situación para poder formarse un juicio cabal.En su juventud, dentro de la Compañía de Jesús, había sido un gran espiritual, pero con autenticidad que llegaba a lo hondo -lo eterno- del espíritu. Por eso tuvo la capacidad de dejar viejos odres sin perder el contenido eterno.

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Generalato

Durante el generalato de Arrupe publiqué yo el libro Yo creo en la esperanza, que causó mucha sensación, aunque hoy pueda hacernos sonreír el escándalo de entonces. Antes de que saliera a la luz le entregué copia del manuscrito, pero recabando como cuestión personal la conciencia, la libertad de publicarlo sin censura.Cuando ya se había hecho sentir la reacción del Vaticano, el padre Arrupe me llamó a una conversación cordial y amistosa. Me indicó que iba a separarme de mi cátedra en la Universidad Gregoriana, lo que yo acepté sin dificultad. Más tarde, después de una audiencia privada con el papa Pablo VI, me volvió a llamar para proponerme que yo pidiera una exclaustración a fin de evitar continuas complicaciones que iban a surgir. También yo acepté la sugerencia con el deseo de evitarme a mí, pero más todavía a él, todas las previsibles dificultades. Todo se hizo en espíritu de paz, amistad y fraternidad. Siguió siendo siempre un amigo y compañero respetado y querido. Los años siguientes, él tuvo que aguantar presiones y sinsabores enormemente superiores a los míos, cosa que aumentó en mí los sentimientos de solidaridad y de amistad. Pero en su difícil circunstancia supo aunar de una manera muy profunda la resistencia con la sumisión. Como el gran teólogo Dietrich Bonhoeffer. Espero, como esperaba para sí san Pablo, que el Señor le otorgará una merecida corona, pues él, con conciencia sincera, derramó su vida por la "buena noticia" de Jesús.

José María Díez-Alegría es teólogo.

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