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Cataclismos de la libertad

Mario Vargas Llosa

Vuelvo a Polonia después de 16 años y muchas cosas han cambiado (para mejor, la mayoría), pero no el teatro, que sigue siendo tan bueno como antaño. He venido para el estreno de una de mis obras, La Chunga, en el Stefana Jaracza, de Lodz, y luego de la función agradezco al director y a los actores el espectáculo, que me ha conmovido hasta los huesos. Pero ellos, como el resto de los 65 actores, escenógrafos, traductores, tramoyistas, lectores, que trabajan aquí bajo la batuta del inteligente Bogdan Hussakowski, están con el alma en un hilo y se preguntan por cuánto tiempo más seguirán montando obras en los dos escenarios con que cuentan (y si se terminará el tercero en construcción). Pero cómo, ahora que Polonia es un país libre, ¿se sienten amenazados? Sí, precisamente, ahora que Polonia se sacude el socialismo de encima, ellos y todos los profesionales de la cultura corren el riesgo de ser las víctimas de la libertad.Mi conversación en Lodz reproduce casi literalmente otra que he tenido en Varsovia con un grupo de escritores, traductores y editores en la redacción de Literatura Na 'Swiecie (Literatura del Mundo), revista mensual que desde hace muchos años dedica números monográficos a las literaturas y autores extranjeros. ¿Por cuánto tiempo más seguirá haciéndolo. La revista tiraba, antes, 30.000 ejemplares y ahora la mitad. Pero como pronto dejará de recibir subsidios el tiraje seguirá cayendo y acaso esa ventana al mundo que es Literatura Na 'Siviecie tenga que cerrarse. Porque ¿quién estará dispuesto a Pagar el equivalente de 10 o 15 dólares por una publicación que costó siempre unos pocos centavos? ¿Y quién irá al teatro Stefana Jaracza si las entradas, que ahora cuestan 80 centavos de dólar, deben multiplicarse por 10? (Cuando digo a mis amigos de Lodz que una entrada promedio de teatro en Inglaterra cuesta entre 30 y 40 dólares, y una de ópera, entre 100 y 150, me miran aturdidos, creyendo que exagero).

El socialismo, en el campo de la cultura, significa, por una parte, los comisarlos, la censura, la instrumentalización del intelectual y el artista para fines de propaganda y la persecución del disidente y del díscolo con una panoplia de posibilidades que van desde el simple ostracismo hasta la cárcel. Y, por otra, subsidios considerables para los libros, la música, el teatro, las películas, la danza, etcétera, que de este modo pueden en teoría mantener una categoría artística elevada y estar al alcance de grandes públicos. Y, para el artista y el intelectual dócil o políticamente inocuo, significa también el privilegio, pasar a formar parte de ese diez por ciento de personas -según calcula el profesor Ralf Dahrendorf en su libro Reflections on the revolution in Europe- que constituyen la oligarquía de una sociedad totalitaria: becas, bolsas de ayuda, viajes al extranjero en delegaciones oficiales, acceso a las colonias de vacaciones, puestos más o menos fantasmas dentro de la vasta burocracia cultural y la tranquilidad de poder escribir, pintar, componer, actuar, sin tener encima la espada de Damocles de cómo hacer al día siguiente para parar la olla.

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Con el desplome del socialismo, los intelectuales y artistas de Polonia han visto desaparecer a los comisarlos y a los censores políticos; pero, también, aquella seguridad que los subsidios estatales daban a muchos creadores y profesionales respetables y permitían, por ejemplo, a un editor publicar un libro muy largo y muy dificil atendiendo sólo a su calidad, sin preocuparse de si el público lo compraría, y a los directores formados en la excelente escuela cinematográfica de Lodz (amenazada también de cierre, me dicen), concebir películas de improbable éxito comercial.

El debate que tiene lugar en Polonia sobre si, en una sociedad libre, el Estado debe subsidiar la cultura, y cómo y dentro de qué límites hacerlo, es apasionante por dos razones. La primera, porque en ningún otro país ex socialista el proceso de liberalización de la sociedad es tan radical como en este país, y, en contra de lo que se pudo temer por lo que hizo y dijo en la campaña electoral, Lech Walesa no parece dispuesto a frenarlo, sino más bien a acelerarlo. (El privatizador Balcerowich sigue de ministro de Economía, y el nuevo primer ministro, Bielecki, es también un liberal). Y la segunda, porque ninguno de los grandes pensadores de la sociedad abierta, de Popper a Hayek o de Luwig von Mises a Robert Nozik, ha reflexionado en profundidad sobre este tema. En ninguno de los países democráticos hay en este campo una política que se pueda llamar ejemplar, un modelo para los otros. Lo más que se puede decir es que en algunos parece haber más aciertos que desaciertos y en otros lo contrario en lo que concierne a política cultural. Por lo demás, en todos ellos se subsidian las actividades culturales, a veces directamente, a través de ministerios o reparticiones oficiales, y a veces de manera indirecta, a través de fundaciones, empresas o particulares a los que el Estado incita a subsidiar la cultura mediante exenciones tributarias (aquél es el sistema latino y éste el anglosajón, simplificando).

Quienes defienden la necesidad de que el Estado subvencione la vida cultural alegan que si se deja al mercado decidir la suerte de la poesía, la ópera, el ballet, etcétera, éstas y otras actividades artísticas perecerán o degenerarán, ya que el criterio comercial raras veces coincide con el estético. El mercado, razonan, desplaza los productos artísticos inconformes, experimentales, novedosos, e impone lo convencional, lo tradicional, lo trillado, lo vulgar. Así como el Estado tiene la obligación de velar por el patrimonio cultural de un país y preservar sus monumentos históricos, sus museos y sus bibliotecas, añaden, debe también responsabilizarse por su coeficiente artístico, por sus niveles de sensibilidad, por el enriquecimiento de su lengua

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Cataclismos de la libertad

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