Siria y la guerra
SIRIA ES uno de los países árabes cuya intervención puede resultar más decisiva para el futuro de Oriente Próximo tanto en la guerra como en la paz. La afirmación es válida si el régimen liderado por Hafez el Asad decide intervenir en la fase terrestre de las hostilidades como si se inclina por jugar a la moderación y esperar a que la paz le depare las ventajas que persigue en la lucha por la hegemonía regional. Y es que Damasco, una capital que está en el centro de todos los conflictos de la zona -llámense fundamentalismo, pansocialismo o confrontación árabe-israelí-, tiene un protagonismo, si no envidiable, sí inevitable a causa de su situación política en el cruce de caminos entre Occidente y Oriente Próximo. En este contexto, el aumento de su influencia está siendo directamente proporcional al de su moderación política.Desde mediados de la década de los ochenta, Siria fue considerada con razón como uno de los Estados que más amparaban al terrorismo internacional. De hecho llegó un momento en que pareció que el terrorismo institucionalizado formaba parte inseparable de la política exterior de Damasco. Como consecuencia de ello, Londres rompió relaciones diplomáticas con el Gobierno sirio y la Comunidad Europea, Estados Unidos y Canadá le impusieron sanciones económicas.
A partir de entonces, y poco a poco, Hafez el Asad fue moderando su actitud. Había comprendido las ventajas de colaborar con las democracias occidentales si con ello conseguía establecer su influencia indiscutida en todo Oriente Próximo. Su prudencia estuvo inicialmente ligada a su política en Líbano: a medida que se iba haciendo más evidente que el diseño sirio de paz en este país (basado en la eliminación de las facciones cristianasmás radicales y en el control de la situación por su propio Ejército) estaba funcionando, la respetabilidad de Asad fue creciendo. La crisis del Golfo y la necesidad de consolidar la alianza antiiraquí acabaron de resolver la cuestión y llevaron al presidente Bush a archivar las acusaciones de terrorismo dirigidas contra el líder sirio. En noviembre pasado se entrevistó con él en Ginebra para decidir que la ocupación de Kuwalt por Irak era "inaceptable" y exigir la retirada de Irak.
La política de Hafez el Asad, apoyada en la amistad de la Unión Soviética -con la que tiene desde 1980 un tratado de amistad y cooperación que le ha permitido poner en pie una formidable máquina bélica-, ha estado siempre orientada a la disputa de la hegemonía regional a Irak y a Irán. Para ello ha jugado constantemente con uno y otro desde que empezó a recuperarse de la derrota sufrida a manos de Israel en 1973. Es un hecho que desde entonces, para evitarse problemas, ha respetado escrupulosamente las reglas de la no beligerancia con Israel. Igualmente ha movido sus cartas con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y con Jordania, de forma que ha tenido enfrentarnientos y reconciliaciones cíclicos y alternativos con una y otra. Se enfrentó al rey Hussein desde 1980 porque durante la guerra de Irán e Irak el jordano apoyó a Bagdad y el sirio a Teherán; se reconcilió con él en 1985 para marginar a la OLP (a la que había apoyado durante el septiembre negro antijordano en 1970, pero a la que sitió y expulsó de Líbano en 1983); y así una y otra vez.
Lo más delicado de sus maniobras ha sido siempre su relación con Bagdad. La dificultaba la pertenencia de Hafez el Asad y de Sadam Husein a sectores tribales enemistados, a confesiones musulmanas diversas y al liderazgo respectivo de dos partidos socialistas Baaz separados ideológicamente en el fondo sólo por las ambiciones de sus líderes. Pese a momentos esporádicos de entendimiento y hasta de relativa armonía, los hechos son diáfanamente claros: ambos querrían eliminar al contrario, dominar la región, aprovechar la desaparición del enemigo para beneficiarse del desmembramiento del país respectivo. Ambos están dispuestos a entenderse con el diablo si es preciso, incluso si el diablo se llama Irán o Egipto.
¿Qué hará Siria a medida que evoluciona la crisis del Golfo? Parece evidente que le interesa la prolongación de la guerra y su transformación en una cruel conflagración terrestre: sólo así se asegurará Asad del desgaste total del Ejército iraquí. Se beneficiaría de este modo del consiguiente desmembramiento de Irak y de un hipotético destronamiento del rey Hussein de Jordania. Las consecuencias para la futura confliguración de la zona son casi incalculables, pero tampoco puede ignorarse que la citada generalización de la guerra, sobre todo si Israel es involucrado en ella, podría afectar negativamente a Damasco, desestabilizando sus planes hegemónicos. En efecto, éstos sólo serían eficaces en un contexto de paz en la zona.
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