Censura
EN EL primer día de la ofensiva aérea norteamericana contra Irak y Kuwait, las imágenes televisivas que permitían seguir al momento muchas de las operaciones presentaron al mundo nuevos instrumentos de comunicación de extraordinaria agilidad, manejados por técnicos expertos y osados, que facultaban un nivel de información sobre las operaciones militares desconocido hasta la fecha en la historia de las guerras. El brusco frenazo exige reflexionar sobre la complejidad y las contradicciones de la experiencia.No cabe duda de que la guerra se ve casi en vivo en nuestras pantallas de televisión. Asistimos en directo a despegues, bombardeos, aterrizajes... pero con una limitación, o falsificación, fundamental: sólo se ve lo que los altos mandos militares quieren que se vea. Nos muestran el aspecto mítico de la lucha, no la guerra. Fuera de los objetivos quedan los muertos, heridos, las dramáticas secuelas de las bombas. Si sólo nos fiáramos de la pequeña pantalla estaríamos ante una guerra sin víctimas.
El problema de fondo es que sufrimos una censura militar mucho más estrecha, estricta y ambiciosa que en guerras anteriores. En esta ocasión, y precisamente por la enorme capacidad de influencia de las imágenes, las restricciones informativas -comunes en las dos partes del conflicto- no se limitan a temas estratégicos militares. Tienen, fundamentalmente, objetivos directamente políticos y psicológicos: impedir que el lado sórdido y cruel de la guerra cause los normales efectos que produce en todo ser humano el espectáculo de la muerte y la desolación. Vivimos así una curiosa contradicción entre cantidad y calidad. El desarrollo tecnológico permite retransmitir imágenes y sonidos desde cualquier parte del mundo al instante. Esa es, sin duda, la gran virtud de la comunicación audiovisual, pero también su gran peligro para los responsables políticos y militares. La demostración de lo dicho se constata en cualquier espacio informativo televisivo: el tercer ataque iraquí a Tel Aviv, producido en la noche del pasado martes, tuvo un considerable retraso en la información de la CNN, alabada antes por su práctica inmediatez informativa.
La retransmisión directa por televisión de las imágenes mixtificadas conlleva un mensaje particularmente perverso: se convierte en un espectáculo televisivo más. Mucho más parecido a una guerra cinematográfica que a las crónicas o fotografías con las que gentes como Cappa lograban transmitir a la opinión pública la autenticidad de los combates. La obsesión por comprobar si un piloto acierta o no a dar en el blanco nos hace olvidar que en ese blanco hay, con toda probabilidad, seres humanos que son descuartizados mientras contemplamos el espectáculo en nuestro sillón. En estas circunstancias, las crónicas de guerra que aún se basan en la galaxia Gutenberg, dignificadas por Rivas Cheriff, Georges Stern, Hemingway y Michael Herr, entre otros, en las que el talento reemplaza a la tecnología, son insustituibles para narrar la estupidez, el heroísmo y el horror de la guerra.
Con el desarrollo de unos medios de información mucho más directos y eficaces, hace falta, sin duda, que se desarrolle también en mayor medida la libertad del informador para emplearlos y para dar de los hechos una visión auténtica. Si el perfeccionamiento técnico va acompañado de una restricción mucho mayor de la libertad de información, el resultado es una deshumanización peligrosa para la temperatura ética de los que somos observadores. Asistiríamos al peor de los defectos: la banalización del conflicto.
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