La gente habla sola
Un día de esta semana, mientras desaparecía del cielo de la ciudad una vieja niebla calurosa, una joven que parecía posgraduada se subió a una acera hablando sola. En sus labios pude leer una sola frase: "¡No me da la gana!". Madrid se ha llenado de gente que habla sola. Días antes, al atardecer, en uno de los nuevos barrios de la zona que la fortuna del callejero llamó Prosperidad, encontré a una mujer de edad mediana que hablaba a solas. Repetía nombres que no pude anotar y luego vi que hablaba con los gatos. Me lo dijo francamente: "Yo hablo con los gatos". ¿Qué les dice? Me respondió con igual franqueza: "les hablo de comida". Así lo hizo: les habló de comida a los gatos. Les explicó qué les llevaba, les reprochó que fueran tan glotones, y después se fue. Estaba muy organizada: en una bolsa de una zapatería llevaba las viandas. Alternaba la comida humana -las sobras de unos espaguetis- con los alimentos de los gatos, que siempre tienen ese aire marrón y gelatinoso que todos relacionamos con lo que comen los animales.
La mujer les explicó a los gatos que volvería al día siguiente. Era curioso: no los podía ver, porque los gatos vivían encerrados en un garaje, y la conversación que sostenía con ellos sólo se llenaba de ternura cuando imitaba su lenguaje. Sin embargo, cuando tenía que hablarles se dirigía a ellos en voz alta con los más graves reproches. No se detuvo en esos gatos. Siguió calle arriba, cruzó a la derecha, y cuando ya parecía que se desdibujaba en el horizonte fatal de la última hora de un Día de Reyes, la mujer se detuvo de nuevo y habló todavía con mayor energía: "No me comen nada". Siguió con una retahíla de frases que debían entender los gatos. Luego miró a los transeúntes y prosiguió un peregrinaje que parecía urgente e interminable.
Explicó que aún le faltaban otros gatos, y caminó a su encuentro con su bolsa sin fondo en su mano derecha, abrigada con una toca gris y peinada como si por ella no hubiera pasado el tiempo. Le seguí y asistí a conversaciones similares con gatos de todos los pelajes, hasta que se perdió hablando por una esquina del barrio.
En el metro y en las esquinas urbanas la conversación solitaria parece el único diálogo. Como si todos los hombres tuvieran dentro de sí un espejo al que se dirigen, llenan la ciudad de palabras que no tienen otro destinatario que una especie de vecino lejano al que jamás va a llegar el mensaje. Hablan distraídamente, como si estuvieran escuchando, y en los ojos llevan la rabia de no ser ellos mismos los otros: siempre reprochan, recuerdan cuándo fue la última pelea, han sido maltratados por un ente abstracto que cuando esa conversación solitaria se hace sólida resulta que es el pariente más cercano, y luego se diluyen como si el mundo no existiera alrededor.
No tienen a quién decírselo, y es posible que sobre este asfalto sin sonido hayan perdido incluso la esperanza de un interlocutor -el interlocutor secreto, que decía Carmen Martín Gaite- que reciba de grado lo que ellos les van diciendo. No todos tienen la apariencia de los locos. Se tiene la absurda impresión de que son los locos los que hablan solos, y se olvida que la ciudad es en sí misma un soliloquio. Todo el mundo habla solo, y en Madrid, hoy, ese murmullo es un rumor que no afecta únicamente a los que están disminuidos.
Sin ir más lejos, aquella muchacha del martes por la mañana que iba con su bolso en bandolera, vestida de posgraduada, con ritmo fácil y rápido, subiendo a una acera de la avenida de América, parecía una joven dispuesta a recitar de nuevo una tesis sobre la fusión del átomo y tenía cara, además, de haber recibido por Reyes una buena dosis de ternura. Sin embargo, iba hablando sola e iba tan enfadada con el interlocutor secreto que tuvo la imperiosa necesidad de decir con sus labios entreabiertos: "¡No me da la gana!".
Luego seguiría a la oficina y muy probablemente miraría tímidamente al objeto de su jaculatoria, guardaría el abrigo en un armarlo vacío y diría de nuevo en voz baja, pero sin abrir los labios: "No me da la gana".
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