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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La mitad de la mitad

EN EL Metro de Madrid, que da servicio a 1,5 millones de usuarios al día, trabajan algo más de 6.000 personas, de las que unas 1.200, la quinta parte, son maquinistas. La mitad de ellas están afiliadas al Sindicato de Conductores, convocante en solitario de los paros, de cuatro horas diarias, que durante una semana han afectado al transporte suburbano de la capital. La mitad de esa mitad, 240 personas, acordaron el pasado día 2, en una asamblea, no respetar los servicios mínimos decididos por el Consorcio Regional de Transportes. Así, unos pocos ciudadanos han conseguido, con una insolidaridad digna de mención, distorsionar la vida diaria de millones de personas: directamente, de los 400.000 trabajadores que por término medio utilizan cada día el metro a primera hora de la mañana y al finalizar su jornada laboral; indirectamente, de los no menos numerosos que utilizan medios de transporte de superficie y que han padecido el caos circulatorio producido por la paralización del suburbano.El motivo de los paros es una discrepancia en la interpretación de una cláusula, confusamente redactada, del acuerdo que dio fin a otra huelga producida el pasado año. Las cantidades reivindicadas por los trabajadores supondrían un coste de unos 120 millones de pesetas, cantidad inferior a las pérdidas ocasionadas por los paros en la semana transcurrida desde su inicio. Un intento de mediación fracasó el miércoles al no aceptar los representantes sindicales las condiciones -sobre jornada laboral, productividad, etcétera- planteadas por la empresa para aceptar la interpretación del acuerdo de 1990 defendida por los trabajadores. Nuevos paros volverán a producirse a partir del lunes próximo.

El aspecto estrictamente laboral del conflicto es suficientemente complejo como para evitar pronunciamientos taxativos, aunque no se entiende bien que si el problema es de interpretación legal no se haya recurrido a los tribunales laborales, que para eso están. Pero al margen de ello, es inevitable llamar la atención una vez más sobre la evidente desproporción existente entre los efectos sociales de la protesta y las reivindicaciones que están en su origen. Algo falla cuando la defensa de los intereses de unos pocos cientos de personas pueden provocar perjuicios a tantos ciudadanos que en absoluto son responsables de la situación. Si a los perjuicios directos (pérdidas de la compañía y molestias a los usuarios) se unen los costes sociales indirectos (aumento del consumo de gasolina, horas de trabajo perdidas, etcétera) es evidente que existe un desequilibrio difícilmente aceptable en una sociedad civilizada. Se da por supuesto que una de las responsabilidades de las centrales sindicales, a las que la sociedad otorga representatividad institucional y financia con fondos públicos, es canalizar las aspiraciones de los trabajadores de manera que esos efectos indeseables se reduzcan al mínimo. El comité de empresa del Metro está compuesto por 33 delegados, de los que tan sólo siete pertenecen al sindicato convocante de la huelga. Un nuevo desequilibrio difícil de entender. Pero es que ya se ha convertido en norma que pequeños sindicatos corporativos actúen en las empresas de servicios públicos a modo de punta de lanza más o menos incontrolada.

Las grandes centrales ni apoyan ni se oponen a las movilizaciones de esos grupos, pero si las reivindicaciones que plantean son concedidas -dado su enorme coste social-, pasan a exigirlas para todo el colectivo. De ahí su silencio frente a las razonables quejas e irritación del resto de los trabajadores. Tal vez sea inevitable que ocurra así, pero entonces no es posible rehuir la cuestión urgente de la regulación legal de la huelga. Pues lo que no resulta admisible es que servicios públicos esenciales puedan depender de minorías decididas que aprovechan su situación estratégica en los mismos para paralizarlos. Y que sistemáticamente incumplen los servicios mínimos decretados para paliar sus efectos sociales. Es decir, que aplican los peores efectos del corporativismo más insolidario y egoísta.

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