La ciencia como religión
"Yacía la naturaleza en la tiniebla. Dijo Dios, hágase Newton. Y se hizo la luz". El famoso epitafio de A. Popes revela ya una pulsión central de la ciencia: el gusto por extralimitarse. Por ponerse más allá de cualquier límite, al menos con metáforas. En un drama de Ponsard de 1867 exclama Galileo: "Ciencia, amor de la verdad, llama pura y sagrada, / pasión sublime por Dios mismo inspirada...".Esta poética de la sobrelimitación es la misma que llevaba al famoso Marquis de L'Hôpital a preguntarse, sin asomo de ironía, si Newton también comería y dormiría, donde se ve que a la naturaleza, más que repugnarle el vacío, lo que le repugna es la normalidad. Filosóficamente, supone convertir las carencias de la autoafirmación en seguridades autosoberanas.
Mientras en la política un rey decía "el Estado soy yo", otro proclamaba en el conocimiento: "La razón soy yo". Los dos decían lo mismo: "Dios soy yo". Que es lo que asoma en la orgullosa respuesta de Laplace a Napoleón sobre el papel de Dios en su sistema: "Sire, yo no tengo necesidad de esa hipótesis". Programa ya insinuado en una carta de Descartes: "Por el contrario, no podemos comprender la grandeza de Dios mientras no la conozcamos". O sea, conocer y descubrir primero los secretos del gran prestidigitador para, descubiertos, convertirse en únicos prestidigitadores. Dios no puede haber más que uno. Lo expresó con la mejor conciencia Virchow: la ciencia tiene una sola meta, "... asumir el papel que en tiempos anteriores había recaído en las aspiraciones trascendentales de la Iglesia".
Filosóficamente, eso se llamó la tesis de la secularización. La ciencia como religión secular con todos los atributos de Dios secularizados: omnisciencia, omnipotencia, ilimitación... Valgan lo que valgan Löwith y su teodicea secularizada, Merton y el origen puritano de la ciencia, Weizsäcker y el cientismo como culto, C. Schmitt y la teoría del Estado como conceptos teológicos secularizados, valen más las correcciones preciosas de Blumenberg: los fondos no teológicos de la teologización racional.
En el camino de metáforas que es la historia llegaba la hora de otra que iba a convertirse en prueba: "Gott ist tot (Dios ha muerto)", la frase de Nietzsche, implica, por muy sordo que sea quien oye al mensajero, por lo menos dos mensajes: que se abre la veda moral y que el nuevo aspirante a dios es, en realidad, una viuda alegre: "Die fröhliche Wissenschaft" (la alegre ciencia). Título con el que Nietzsche anuncia ya lo que quiere anunciar: que la joven ciencia, entregada ejemplarmente hasta entonces a descubrir el plan celestial del divino esposo, a leer su grandeza en el libro de la naturaleza o a conocer la verdad interna del orden de la creación, tenía -seguramente gracias a la falsación de Popper que es un elixir que la vuelve eternamente joven- el corazón de una viuda alegre. Se anunciaba que le quedaban muchas frescuras por consumar.
Como en casi todos los cuentos, en la supuesta superación del límite se consuma la imposibilidad de superar el límite. ¿Los límites de la ciencia? Los del paraíso: no tocar la manzana del bien y del mal. En frase de Weber: "Niños que osan poner la mano sobre la rueda de la historia acaban despedazados por ella". A la joven religión le esperaba el destino de todas las religiones: extralimitarse. Y tras la extralimitación, el Ersatz o la sustitución. ¿Que Dios ha muerto? Razón de más para teocratizarse. Lo que, en última instancia, quiere decir pragmática a lo Constantino: como la religión cristiana se puso un día al servicio de la dominación romana del mundo, la nueva religión secularizada se anunciaba dispuesta a ponerse al servicio de la dominación del mundo en una tradición distinta: la tecnológica-capitalista.
Lo que quiere decir: por un lado, mantener una retórica sobrelimitada, con palabras de progreso indefinido, que hincha, cada día, los resultados sobrecogedoramente importantes logrados (nuevas partículas, nuevos orígenes del universo, teoría unitaria); por otro, la realidad de un paraíso ya perdido: la hora aquella en que, vivo todavía Dios, arrancarle una pieza o un secreto era conmover el orden del cosmos, y volver locos a los hombres. Muerto Dios, difícilmente puede haber ya revoluciones copernicanas. Muerto Dios, la ciencia no roza el orden del hombre o del cosmos. En tal tesitura, la filosofía de la ciencia se vuelve revista del corazón científico: las novias de Einstein, o el falsacionismo como rompecabezas. En una palabra, "newtonismo per le dame".
Lejana queda ya la dura batalla teológica contra los ídolos: la autoafirmación del hombre liberado por la razón de tutelas infantiles. La ilustración fue una protesta contra la potentia absoluta. Hasta que un genius malignus cambió el programa en su contrario: en autopotestad absoluta. La ciencia, como el estado nacional, adquiere las cualidades seudomorfas de la instancia absoluta. En la imposibilidad o en la traición, Ia revolución devora a sus hijos". Aquello que el cuasi reaccionario Baader, en un artículo de 1813 titulado sorprendentemente Sobre la fundamentación de la ética por la física, describe como "republicanismo político y moral": pretensión y conciencia de autonomía moral y política que no debe cuentas a nadie. Salvo a la verdad o a la razón. A esa altura los conflictos son todos de sustancias (verdad, progreso...), no de instancias.
De las nubes de las sustancias cae el lodo imperceptible de las falsificaciones: finge emancipación, pero sólo da acrecentamiento. Finge trascendencia, da trivialización. Finge búsqueda y aventura, da rutina o dogma. Y finge inocencia: no sabe nada, ni se responsabiliza, de sus monstruos. La teología tenía al menos el valor de levantar la voz contra su Dios para echarle en cara las torturas del mundo. Ella sólo habla de lo que nos va a traer en su extralimitación paradisiaca: paz, curación, bienestar, felicidad. T. H. HuxIey resume la promesa antes de que se trivializara: por la educación, la ciencia "promueve la paz enseñando al hombre las realidades de la vida y las obligaciones implicadas en la misma existencia de la sociedad; promueve el desarrollo intelectual (...), promueve moralidad y refinamiento enseñando a los hombres a disciplinarse a sí mismos (...), los lleva a ver lo más alto (...) donde (...) la razón discierne el ideal indefinido pero brillante de] Dios más elevado". Pero ya Kant advirtió de los peligros de las ideas de satisfacción objetivas de la existencia: no puede haber concepto objetivo de felicidad, y no es mala suerte que no lo haya: nos protege de los que, bajo el anuncio de su objetividad, creen poder obligarnos a su felicidad.
Como otras veces en la historia, la aguda crisis interna se revela en la agudeza de la crisis externa. El desorden interior que habita la razón teocratizada estalla en una crisis externa: llámese ecológica, o lo que sea. Baader la expresaba ya a su manera: como la prostitución es signo y consecuencia de un desprecio previo a la mujer, el abuso de la naturaleza es signo y consecuencia de una prostitución previa de la razón del hombre. El mal que asienta en la criatura infecta la naturaleza. Sólo la liberalización ética puede suavizar ese sufrimiento. Es necesaria una mutua fundamentación de física y ética: una ética sin física es desnaturalizada; una física sin ética, fantasmagórica.
Por decirlo así, al republicanismo ético y moral de la ciencia, protegido bajo el manto de la búsqueda incesante de la verdad, le va llegando la hora de bajar del alto pedestal de la autopotestad para someterse, como uno más, al polifacético politeísmo racional. Dios ha muerto y con él el método. Lo que queda son métodos limitados. Quizá eso pueda evitar que la autoafirmación originaria de la razón acabe transformada, por gracia de un genio maligno, en automarginación de la historia, proceso esclerotizador ya no del todo invisible.
es profesor de Filosofía.
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