Final
Vi a una ciega que recorría con la punta del bastón el perímetro de un contenedor de basuras. No contaba con la presencia de ese obstáculo y se obstinaba en reconocerlo. Me pareció que estaba metida en un laberinto y la tomé del brazo para conducirla a la acera. El olor a pólvora era muy intenso y caminábamos sobre inmundicias de todos los tamaños. Escuché una sucesión de estallidos que procedían de una o dos calles más abajo. Un niño lloraba en algún sitio. Había anochecido y la niebla era espesa como un puré.La invidente me explicó que había salido de la acera para no tropezar con el andamio. Miré a mi alrededor y no vi ningún andamio. Se lo dije, pero no me creyó. Sorteamos un coche volcado y tres papeleras esparcidas por el suelo antes de alcanzar la acera. ¿Dónde está el andamio?, insistió la mujer. Un estallido, acompañado de una ráfaga de luz, iluminó la calle. Repetí que no había ningún andamio a la vista. Tiene que estar por aquí, dijo ella. Empecé a tener miedo, pero no me atrevía a abandonarla. Se oyeron unos gritos ahogados por un estruendo ensordecedor. Una botella de cristal se hizo añicos a tres metros de nuestros pies. Pisé una rata.
La ciega me pidió que la siguiera acompañando. Todo empezaba a ser muy misterioso. Yo sólo quería. estar en mi cama, cubriéndome la cabeza con la almohada, que es la manera más desconsolada de llorar que conozco. Atravesamos tres calles y encontré un andamio. Se lo dije e hice ademán de marcharme. Pero ella me tomó del brazo y comenzó a conducirme como si el invidente fuera yo. Entonces cerré los ojos y me dejé llevar. Los ruidos, los gritos y las porquerías del suelo adquirieron otra dimensión. Ignoraba. si estábamos en Beirut, en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania o en la noche de fin de año madrileña. Y así estoy desde entonces, con los ojos cerrados para no ver nada.
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