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Un lento despegue

Antonio Elorza

Creo que fue Clarín quien dijo de un primer ministro conservador que hacía con el lenguaje político lo que los perros con las esquinas. Por desgracia, la frase sigue estando de actualidad, si nos atenemos a las reiteradas manifestaciones de nuestro vicepresidente de Gobierno, cuyo amor africano por Antonio Machado apenas ejerce efecto alguno sobre su prosa. Su última rociada de ingenio aporta nuevos elementos de descalificación para el Partido Popular, pero no olvida dejar el puntazo propio de la España inferior en los lomos de Izquierda Unida, es decir, los comunistas. Ni siquiera le merece la pena hacer leña del árbol caído: que los comunistas recompongan si quieren su partido o que sigan el ejemplo de tantos otros, pasándose al PSOE.Sucede, sin embargo, que la apreciación no es exacta. Las expectativas de voto para Izquierda Unida se mantienen estables, en torno a un 10%, en el marco de esa paralización que afecta al conjunto de nuestro mapa político, con la única excepción de la muerte lenta ganada a pulso por el CDS. Y la última asamblea de la coalición izquierdista ha puesto de relieve un dinamismo interno de que carecieron reuniones anteriores. Las reseñas oficiales, tan inexpresivas como las de los años de hierro, hablaron de un triunfo del consenso, pero él malestar de los hombres del Pasoc ante el protagonismo de la base en temas tales como la designación de candidaturas fue claro índice de una fructífera tensión interna, de la que puede arrancar la superación de ese estado embrional en que se halla Izquierda Unida desde su fundación, va para cinco años.

Porque pocas veces una formación política ha estado tan marcada por su pecado original. La famosa sopa de letras surgida de la Plataforma Cívica Anti-OTAN contenía algunas tan indigestas que sin duda se lo hicieron pensar a muchos votantes, dejando en la precariedad los resultados electorales de 1986. Por otra parte, la presencia en la coalición de fuerzas políticas, unas ficticias, otras unipersonales, en torno al PCE, hacía pensar demasiado en la tradición de frentes únicos, plurales en la forma, pero controlados por el partido en el fondo, de que está sembrada la historia política del comunismo. Luego, la fuerza de las cosas puso en marcha mecanismos de autodepuración y la coalición acabó siendo más presentable, aun cuando permanecieran en ella los micropartidos, empeñados, lógicamente, en usar el consenso para la colocación de sus hombres en puestos que nunca soñarían en conquistar desde listas electorales propias. De ellos no vino ninguna aportación, más allá de alguna individualidad, y sí frenos a todo enfoque de conjunto donde pudieran ver aminorada su capacidad de negociación. Resultado último: hasta los independientes acabaron convirtiéndose en independientes organizados, con sus jefes naturales y su correspondiente exigencia de cuotas de poder (sic). Los espectáculos consiguientes, de lucha a muerte por los puestos de posible elección en las listas, dado el reducido capital de votos de IU, deterioraron la imagen pública de lo que prometía ser algo distinto y mostraron que el movimiento social y político definido desde la fundación era sólo una propuesta vacía. Tal es la tendencia cuya inversión parece, por fin, haberse esbozado en la pasada asamblea.

Quedan en pie, no obstante, problemas fundamentales. No hay razón alguna para que Izquierda Unida escape a los remolinos que para todas las izquierdas europeas ha generado el hundimiento de la Europa del Este. La táctica del avestruz no sirve, porque ahí están sus adversarios para recordar en cada elección quiénes son los comunistas. Y en este sentido, la confirmación reciente de identidad por parte del PCE parece darles la razón, incluso con el añadido de ese llamamiento a los dirigentes sevillanos partidarios de la solución italiana para que abandonen sus puestos directivos al haber quedado en minoría sobre el tema. Ciertamente, la dirección del PCE está en su derecho de seguir llamándose comunista, de conservar todos los hilos rojos que quiera y de seguir fiel ni más ni menos que al impulso surgido en la Revolución de Octubre de 1917; de ir, en consecuencia y conforme se anuncia, a la superación del capitalismo. Pero del mismo modo, cualquier demócrata puede preguntar a esa misma dirección por la receta mágica que sin duda guarda para apartarse de una senda política que ha llevado de modo tan inexorable al desastre. Puestos a ejercer fidelidades, valdría la pena seguir el ejemplo de Lenin cuando impuso a su partido el cambio de nombre en 1918: si entonces la socialdemocracia resultaba desbordada por el desarrollo de la historia, ¿qué decir ahora de la denominación de comunista? El conjunto de Izquierda Unida debería plantearse un tema que no sólo concierne a la vida orgánica del PCE. Dicho con toda crudeza: hay que reivindicar el derecho a que votar por la izquierda no sea votar abierta o implícitamente comunista. La utopía en el poder surgida en octubre de 1917 ha fracasado de una vez por todas. Hilos rojos, impulsos, símbolos, sirven ya únicamente para anular el resto de capital político que pueda quedarle al partido de su lucha por la democracia y por sus acciones en defensa de los trabajadores. Ésta es su tradición aún aprovechable, y no la del octubre rojo.

Por lo demás, no existen datos para pensar que el PCE actúe respecto de Izquierda Unida con el mismo espíritu de partido de sus socios menores. Cierto que aún perviven peligrosos esquematismos, como aquel que en nombre de la pedagogía marxista pretende separar el momento del análisis, que correspondería al PCE del de la práctica política, adscrito a la coalición: ni esa división del trabajo tiene amparo en Marx, ni el partido cuenta hoy con los recursos intelectuales para ejercer esa tutela. Por lo mismo, tampoco cabe admitir la autoritaria admonición a cerrar el debate, tocar todos la misma partitura e ir a la calle con la verdad ya obtenida. La era de los monolitos ideológicos ha pasado irreversiblemente. Si hay un contenido en la pasada asamblea, y en la presidencia elegida de Izquierda Unida, es la imagen de un positivo pluralismo. La esperanza única reside en que el mismo se mantenga y se proyecte sobre el exterior, que no sigamos abocados a recibir el torrente de seguridades emanado de una voz única.

A fin de cuentas, si la izquierda en Europa se distingue hoy por algo es por su inseguridad. Ello es fruto de la crisis del Este, del repliegue socialdemócrata en varios países, y tiene su coste electoral; pero también permite eliminar definitivamente los viejos dogmas y abrirse a nuevos temas y sensibilidades. Eso es lo que tendría fácilmente a su alcance Izquierda Unida en cuestiones como el pacifismo, la ecología o la lucha contra el racismo. Lógicamente, el éxito en esos campos requiere superar el testimonialismo. Y evitar los saltos en el vacío. En suma, no se trata, nuevamente tras la profesión de fe marxista, de hacer cosas tales como llevar el espíritu del Quijote a los presupuestos del Estado" (discurso del líder en la asamblea de IU). Primero, porque ya Marx, si desconfiaba de los españoles, lo hacía precisamente en razón de sus vicios: "Grandilocuencia, espíritu fanfarrón, donquijotismo" (carta a Engels, 2 de diciembre de 1854). Segundo, porque el tiempo del Quijote lo fue de frustración y de ensueños vueltos hacia las leyendas del pasado. Y una izquierda de fin de siglo tiene que quebrar definitivamente ambas ataduras. Si lo viene consiguiendo en aspectos como la práctica parlamentaria o la acción sindical, no hay razón alguna para que sigan bloqueando su desenvolvimiento político.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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