Gran copa
Es bello destruir la historia e imaginar inminentes cataclismos en el bar junto a una botella de orujo. El pesimismo resulta muy estético aunque acabe destrozándote el hígado. Hoy los profetas son tan pálidos como en los tiempos de Isaías pero ya no lloran. Tienen la belleza de la peste genital y celebran a carcajadas la guerra que se avecina. Como ellos, también Isaías se vestiría en Gianni Versace para asistir a este fin del mundo que van a disputar los americanos en un gran partido de béisbol sobre la arena del desierto. Nada existe si no puede ser televisado. Hacia la comarca del paraíso van llegando los sucesivos equipos de la muerte a conquistar la copa. Aquel antiguo mar rebosante de perlas es ahora navegado por mastuerzos de Oklahoma, con lo cual pronto el Éufrates bajará lleno de sangre, si bien una matanza semejante quedará sólo en un triunfo sin botín. Cuando comience la gran Final todos los días a la caída del sol las ciudades del planeta quedarán vacías ya que el televisor reunirá a las familias, a los amigos, a las peñas en casa o en el bar de la esquina y allí volarán los bocadillos de lomo por encima de las cabezas mientras en la pantalla derrama bombas el cielo de Alá. Grandes exclamaciones de júbilo o de terror acompañarán a las mejores jugadas del encuentro -el incendio de Bagdad o el exterminio químico de Tel Avivy sobre los veladores habrá también gritos de los profetas tiñosos vestidos de ancho, los cuales darán con el puño transparente en el mármol para cerrar las apuestas. Toda la cultura de Occidente se va a concentrar en esta última conquista: televisar el fin del mundo, empinar el codo a medida que caen las estrellas, contemplar la destrucción batiendo un par de huevos para la cena. No obstante, al día siguiente, después de esta visión del infierno de Kuwait deberás volver a la oficina donde te espera el tedio vulgar de cada jornada bajo la sombra agria del jefe y también tendrás que vigilarte las tres cruces del hígado aunque ya estés cayendo por el acantilado.
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