Sin rostro
En aguas de Montecarlo se halla fondeado un petrolero con bandera de Panamá cuya carga se ha revendido ya 38 veces desde que se inició la crisis del Golfo. El buque está anclado en una bahía muy tranquila, pero el crudo que transporta es zarandeado con dureza en el interior de los tanques por los vientos de la especulación. En lejanos despachos donde el pánico juega con la codicia se hacen apuestas sobre el destino final de esa mercancía, la cual en este momento parece vinculada a un gran volumen de sangre que se levanta en el horizonte. Ese petróleo inmovilizado cambia de manos cada día generando ganancias a unos caballeros sin rostro mientras Satán, que hoy ha adoptado la forma de Pato Donald, sobrevuela el escenario del antiguo paraíso terrenal. Allí se desarrolló una cultura milenaria llena de talismanes, de lámparas maravillosas y de tapices que navegaban por el cielo. No ha servido de nada. Desde el espacio, ahora el Pato Donald de acero sólo divisa abajo a unos árabes con pollino, cabras que comen papel, harapos tendidos al sol en las chumberas, todo muy digno de ser bombardeado, según su opinión. Pronto sobre las almas de los musulmanes, que fueron labradas por la mística sufi, caerán bolas de fuego, y el mundo llegará bajo ese resplandor al borde de la locura. Por otra parte, los soviéticos se hallan ya prestos a matarse a cañonazos en medio de un panorama de hambre; miles de mendigos escarchados mueren en la boca de los suburbanos y toda la ciencia de Occidente sólo ha servido para que los premios Nobel de Química se alimenten también de hamburguesas podridas. No obstante, los pájaros cantan mejor encima de las ruinas. Si yo fuera uno de aquellos profetas de esparto que comían saltamontes de oro hoy me iría a Montecarlo para predicar allí el fin de este planeta desde un balcón que da a la bahía. Frente a mí tendría un petrolero lleno de crudo inmovilizado en aguas azules y sólo me limitaría a señalar con el dedo a unos caballeros grasientos aunque sin rostro conocido.
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