De Gaulle cumple 100 años
Debo a los sueños de grandeza del general De Gaulle haber vivido en París cerca de siete años, con un trabajo cómodo que me dejaba tiempo para escribir. (Cuando entré a la Radiotelevisión Francesa, en 1959 los programas para América Latina duraban 15 minutos diarios; cuando salí, en 1966 casi cuatro horas).Fueron años decisivos, en los que Francia, luego de desembarazarse de su imperio colonial, poner fin a la guerra de Argelia, estabilizar su vida política, reconvertir buena parte de su industria y llevar a cabo una acelerada tecnificación, inició un periodo de crecimiento y, de prosperidad que, con ligeros altibajos, ha continuado hasta nuestros días. El general De Gaulle, gran fraseólogo y hombre de metáforas, llamaba a eso "desposar su época".
Que gracias a él Francia rompiera con el pasado y diera un salto resuelto hacia la modernidad no sólo fue admirable, por las enormes dificultades que tuvo que vencer, también fue sorprendente. Porque quien llevó a cabo esta proeza histórica era un hombre del pasado que se tomaba por Luis XIV y se creía a pie juntillas eso que afirmaba en sus discursos: que él "encarnaba" a Francia. La frase ahora da risa, pero cuando él la decía, con su inmensa autoridad y su aire olímpico, en ciertos momentos neurálgicos, como en el discurso con el que aniquiló el motín de los cuatro generales en Argel, del 22 de abril de 1961, los franceses temblaban. (Y hasta yo, que no le tenía mayor simpatía, recuerdo haber sentido que se me erizaba la piel oyendo ese discurso en un bistrot de Boulevard de Capucines, entre oficinistas hipnotizados y viejitas que lloraban). Ningún hombre encarna a un país a menos, claro está, que sus conciudadanos dictaminen en las ánforas que así lo crean. Y eso es lo que hicieron los franceses en esos votos de confainza que le dieron, en los varios plebiscitos y elecciones qué convocó. (No olvido la lapidaria sentencia de Jean-François Revel, luego de las elecciones de 1965: "El general De Gaulle tiene todo el derecho del mundo de creer que encarna a Francia, pero se equivoca si cree que eso resulta lisonjero para él").
Lo cierto es que que despreciaba tanto la política y los políticos- fue un político fuera de lo común, un maestro consumado en ese juego sutil implacable, audaz y cínico que es siempre el arte de gobernar con éxito. Subió al poder con un casi golpe militar de derecha, cuando la IV República había llegado a una suerte de behetría e impotencia total, amparado sobre todo por una sociedad reaccionaria que quería orden -Argelia francesa-, la preservación del statu quo nacional (desde las colonias hasta la economía rentista), y vitoreado como uno de los suyos por los ultras de la metrópoli y de Argel. A golpe de discurso y de gestos sí, de discursos y de gestos, y solamente con esoDe Gaulle fue cambiando el clima político que había permitido su retorno al poder, sorteando los escollos, desprendiéndose de sus aliados más Ímpresentables, a veces con dureza y a veces con astucia, y creando una atmósfera distinta en la que una mayoría nacional fue aceptando, e incluso entusiasmándose, con todo aquello que parecía inconcebible en 1958: la paz de los bravos, la autodeterminación, la negociación con el Frente de Liberación Nacional (FLN), la independencia de Argelia y, pasando por el intermedio de la mancomunidad, de todas las otras colonias africanas.
Que los ultras lo odiaran e intentaran matarlo varias veces no tiene nada de raro: es cierto que los había traicionado, para suerte de Francia. Y también es comprensible el resentimiento de socialistas y comunistas, pues ¿no hizo De Gaulle con la descolonización lo que ideológicamente les hubiera correspondido a ellos hacer o, por lo menos proponer? El trauma ideologico que causó De Gaulle estuvo soberbiamente resumido por André Malraux, en el discurso con el que abrió la campaña electoral en 1965: "Qué extraña época dirán de la nuestra los historiadores del futuro, una época en la que la izquierda no era la izquierda, la derecha no era la derecha y el centro no estaba en el medio". La frase es hoy todavía más cierta que entonces.
Malraux y Francois Mauriac eran, hasta donde me acuerdo, los únicos escritores de gran prestigio que estaban con De Gaulle. La mayoría de los otros eran sus opositores, y a veces feroces. Desde los conservadores, como Jacques Soustelle, hasta los comunistas, como Aragon, pasando por los compañeros de viaje, como Sartre, y por los liberales, como Revel y Raymond Aron. Yo también, desde mi modesto rincón de expatriado y de metéque, estaba contra él. Me irritaba su caudillismo -que respetaba las formas democráticas pero era caudillismo puro y crudo- y sobre todo su nacionalismo, una de las formas más obtusas, a mi entender, de encarar la vida, la cultura y la política. (El nacionalismo sólo adopta un signo humanista y liberador cuando moviliza a pueblos que luchan por emanciparse de una condición colonial o semicolonial, pero en toda otra circunstancia es retardatario, caldo de cultivo para la demagogia y fuente de anquilosamiento cultural y de violencias: después de la religión nada ha causado tantas guerras ni sembrado tantos cadáveres como el nacionalismo).
Esos años del paso de la vieja a la nueva sociedad francesa fueron de una efervescencia cultural que Francia no ha vuelto a conocer desde entonces. La estabilidad y prosperidad actuales, como ocurre con frecuencia, van parejas más bien con una merma notoria de la vida intelectual y artística. Ocurre que en esos años se vivía en Francia la situación ideal para el fermento de las ideas y el desarrollo de la cultura. Problemas suficientemente importantes -la guerra en el norte de África, la descolonización, los intentos terroristas de la Organisation de l'Armée Secréte (OAS), la transformación económica y social del país- como para obligar a pensadores, escritores y artistas a trabajar en estrecho contacto con la historia viva, la historia haciéndose, a rehuir la frivolidad y el solipsismo, a encarar los grandes asuntos, a correr riesgos, a debatir y crear sobre temas que concernían directamente a anchos sectores de la sociedad. Y. de otro lado, un Gobierno qué gastaba ingentes sumas de dine-
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De Gaulle cumple 100 años
Viene de la página anteriorro y tomaba múltiples iniciativas para promover las actividades culturales a la vez que dejaba a todos, principalmente a los opositores, hacer y decir lo que les diera la gana. En cierto modo, el odio a De Gaulle preservó la independencia de los intelectuales y los salvó del rentismo y la cortesanía adormecedores que suelen traer consigo los regímenes que los entusiasman.
Mientras en el campo de la cultura Malraux hacía lo debido, y en el económico Giscard d'Estaing y sus tecnócratas (y luego Pompidou) hacían posible la mudanza del viejo sistema mercantilista en uno nuevo, competitivo y empresarial, el general De Gaulle hablaba. O, más bien, tronaba, elegante y distante. Sus pronunciamientos, gestos, desplantes, fórmulas, no sólo surtían efecto en el hexágono. Gracias a ese verbo y a esas posturas de alta teatralidad el resto del mundo comenzó también a tomar en serio a Francia. Y ésta adquirió, en Occidente, en Oriente y en los países comunistas, una presencia que no tenía relación con lo que el país representaba en términos económicos o militares.
A mí no me gusta que, en la historia tengan, o puedan tener, una influencia decisiva de los caudillos carismáticos, que ellos lleguen -como creía Carlyle y como lo creyeron después los fascistas- a modelar los acontecimientos. Estoy convencido de que una sociedad que quiere implantar en su seno una auténtica cultura democrática debe desarrollar todos los mecanismos posibles para no tener que recurrir nunca a esas figuras de excepción. Pero De Gaulle es un ejemplo inequívoco del papel preponderante que puede tener el individuo en la historia. Su personalidad, su talento, su visión -y, si se quiere, su delirio-, fueron el factor determinante de la notable transformación que experimentó Francia con la V República. Reconocerlo no significa regocijarse con ello. Ay de los países que necesitan héroes, escribió Brecht. Ay de las democracias que necesir tan caudillos carismáticos para superar las grandes crisis. Porque ello significa que son precarias y que aún late en el fondo de esa sociedad el llamado de la tribu, el apetito de aquel tiempo, mágico, cuando la vida era una tranquila servidumbre exenta de responsabilidades personales, sin las coyundas de la razón y de la libertad.
Los grandes líderes son útiles, sin duda, cuando hace falta que una personalidad vigorosa contagie la convicción y devuelva la esperanza que un pueblo necesita para enfrentar una guerra o una gran reforma. Pero lo que puede ser bueno en una emergencia es malo en las circunstancias normales de una sociedad. El ideal democrático es el de Gobiernos muy eficientes y gobernantes casi invisibles que se confundan con el resto de los ciudadanos. Pero cuando se alcanza este ideal el resultado es, por desgracia, un aburrimiento suizo. La literatura se llena entonces de esa nostalgia de apocalipsis que empapa los libros de un Dürrenmatt o de un Max Frisch y de tantos otros escritores atormentados por vivir en el limbo de la civilización.
Francia también está llena de nostalgia dé De Gaulle y celebra su centenario por todo lo alto, como celebró el bicentenario de la Revolución de 1789. Pero sobre De Gaulle habrá menos controversias que sobre este episodio de su historia, pues con la excepción de grupos ínfimos, ahora hay unanimidad en el respeto y glorificación del general. Cada sector destaca lo que más le conviene: el rebelde del 18 de junio que encabezó la resistencia contra el nazismo, el fundador de la V República, el descolonizador, el que vetó el ingreso del Reino Unido en la Comunidad Europea, el que retiró a Francia del comando unificado de la OTAN y condenó la presencia estadounidense en Vietnam, el de la Europa de las patrias, etcétera. De Gaulle permite esas contradictorias reivindicaciones y expropiaciones. Pero en verdad no encajaba del todo en ninguna de las fuerzas políticas, empezando por su propio partido. (Malraux cuenta en esa formidable fantasía, el diálogo de estatuas que él y el general celebran en Ces chénes qu'ont abat..., que De Gaulle se refirió de este modo a quienes en ese momento gobernaban en su nombre: "No tengo que ver nada con eso ni con ésos").
Quien ha escrito el canto de amor más encendido a De Gaulle en este año es el antiguo revolucionario y ex asesor de Mitterrand, Régis Debray: Á demain, De Gaulle. Es un bello libro, una mezcla de mea culpa gauchiste y de reivindicación de la política del general, a la que Debray, con buena prosa y astucias dialécticas, transforma en la filosofía socialdemócrata para la futura Europa. Pero esos hábiles razonamientos no deben engañarnos: no se trata de eso. Se trata de que es difícil vivir sin héroes, sin líderes carismáticos, y eso es lo que susurran, bajito, las páginas del libro: qué monotonía atroz, qué terrible mediocridad la del presente. Qué tiempos aquellos cuando había gobernantes a los que se podía odiar o querer a fondo, y no como los actuales, que no hacen las cosas tan mal como para detestarlos ni tan bien como para bañarlos en incienso.
Yo también recuerdo con cierta emoción aquellos años de Francia. Porque eran los de mi juventud y porque es cierto que fueron intensos y excitantes. Pero hago un esfuerzo y trato de creer lo que me dice la razón: la salud democrática francesa es ahora más sólida, y eso es lo que importa. La intensidad y la excitación, indispensables para la vida, busquémoslas en otra parte: en las ciencias, en las artes, en la vida individual, en el amor, en los deportes, en los viajes, en la religión, en los negocios. En cualquier parte menos en la política.
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