¿Discute Dios con Alá?
Un hombre de clase media tarda 30 años en liquidar la hipoteca de su chalé adosado. Y bastan 15 segundos para que un misil lo convierta en un puñado de nada. Esta desproporción es aleccionadora y una de las grandes enseñanzas de la guerra.Dado que el dinero simboliza el tiempo que perdemos en obtenerlo, parece justo que cada hombre decida hacer con su vida lo que le plazca. Unos invierten los años de su madurez en cimentar su huidizo dominio temporal. Otros sueñan con la ilusión del progreso y les parece inminente alcanzar lo que una bomba liquida en 15 segundos.
Desde el 2 de agosto estalla el rudo verbo de la soflama bélica, pero un indicio advierte la falacia de esta guerra postergada: el ciudadano europeo todavía no tiene miedo. Como no se han encendido los corazones enfermos de pánico, podemos creer que una sorprendente intuición colectiva certifica que el Golfo está lejos de aquí y que esos fuegos artificiales no salpicarán a Europa. Un continente confiado a la pericia disuasoria de su furor diplomático.
Pero en este simulacro del desierto no está en juego la interpretación escolástica del derecho internacional o la jurisprudencia que pueden dictar al mundo los hipotéticos propietarios del petróleo. Lo interesante en todo este asunto es lo que veremos en el teatro moral de la vida humana.
Cada vez que el mundo se descubre al borde de la guerra transforma la estampa ilusoria de su felicidad. Todavía no puede creerlo , pero cambia su semblante, tiembla y solloza. Le parece mentira todo esto del fuego y, sin embargo, ¡es tan posible morir entre cenizas!
Aunque lo peor no son los incendios ni el crujir de dientes, sino la demolición de esa débil arquitectura que mantiene al hombre en pie: las ilusiones. Para poner a salvo las quimeras antropológicas y la gran ficción del hombre se puede apuntalar el capricho religioso. Esa teología funcional, urdida a mano a la justa medida de las inconfesables necesidades del hombre. Que reza al Dios invisible para proteger sus dominios tangibles. Pero con la guerra verdadera todo se desbarata. No sólo se multiplican los muertos dramáticos, sino que las ruinas agrietan el espejismo de la vida.
¿Discute Dios con Alá todo este asunto del desierto? No se sabe, pero la literatura profética de budistas y cristianos describe, con elocuencia admonitoria, el trauma cultural que, en los confines de la gran Asia, produjo el fervor iconoclasta de los islamitas. Incluso hoy algunos cronistas ilustrados en la ciencia de precisión vitalizan esta denominación del beduino. "Hombre bárbaro y desaforado", según nuestro Diccionario de la Lengua Española.
Las madres lloran en público por sus hijos cuando embarcan hacia Arabia y se estremecen en secreto cuando perciben otros presagios. Wittgenstein escribía, durante la primera guerra europea, que el temor a la muerte es el mejor signo de una vida falsa. Alguna reflexión similar tendremos ocasión de hacernos.
Puesto que la dilación elimina la posibilidad de una disputa razonada para aliviar la sentencia de la guerra, cabrá apresurarse, disponerlo todo y hacerse a la idea. Hay que aguzar la mirada y ver de frente lo indeseable. Lo poco que dura todo, la patética futilidad del colesterol, el significado de los juegos de azar, la ridícula semblanza del yo mayestático y especialmente la fragilidad de la belleza.
Aunque el discurso sentimental de la nación lo exija, lo terrible no son las vidas que engulle el dios de la guerra, sino la gran ruina del miedo. Los misiles liquidan nuestros dominios temporales. El miedo acaba con todo lo demás.
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