Razones y gestos de una coalición
LA FÓRMULA de coalición de gobierno puesta a prueba en el País Vasco desde 1986 obtuvo resultados satisfactorios, pero su repetición tras los comicios del mes pasado no es la única alternativa posible.Es cierto que entre el Partido Nacionalista Vasco (22 diputados) y el Partido Socialista de Euskadi-PSOE (16 diputados) obtuvieron 38 escaños, la mitad más uno de los 75 que conforman la Cámara vasca. Pero, con un escaño menos, la formada por el propio PNV más las otras dos fuerzas nacionalistas democráticas, Eusko Alkartasuna (EA, nueve diputados) y Euskadiko Ezkerra (EE, seis diputados), no sólo sería una alternativa legítima, sino perfectamente viable desde el punto de vista parlamentario: para ser dejada en minoría tendrían que unirse contra ella fuerzas tan alejadas como el Partido Popular Herri Batasuna, además de los socialistas, lo que es inimaginable. Entonces, si el PNV, claro vencedor el 28 de octubre, intenta repetir el pacto con el PSOE, no es, como en la práctica ocurrió hace cuatro años, porque no tenga más remedio, sino porque prefiere esa solución.
En ello influyen, en primer, lugar razones de competencia. La formación de Arzalluz, que se ha beneficiado más que nadie de la política de pacto y moderación seguida desde 1986, no tiene interés alguno en acoger bajo su amparo a sus rivales más directos en el campo nacionalista, especialmente ahora que los malos resultados de EA y EE permiten pronosticar la vuelta al hogar de sectores de la militancia y el electorado respectivos.
Esa misma debilidad de ambos partidos los convertiría, además, en socios inseguros: no habría que descartar, especialmente en el caso de EE, en plena crisis de identidad, fugas de diputados disconformes con la idea de compartir Gobierno con el PNV. Y en el caso de EA, la radical incompatibilidad entre su líder, Carlos Garaikoetxea, y los dirigentes del PNV habrá sido seguramente considerada por éstos como un factor disuasorio: si puede evitarlo, nadie elige la incomodidad de revivir dramas pasionales. Y hasta es posible que las negociaciones para pactar un programa y repartir carteras fueran tan complicadas o más que lo están siendo las emprendidas con los socialistas.
Esa complicación deriva del hecho de que para los nacionalistas no se trata tanto de acordar la política a seguir en un campo de juego prefijado como de modificar ese terreno. Así ha sido siempre y, por incomprensible que ello resulte para los demás mortales, de nada sirve volver a lamentarlo: en eso consiste el nacionalismo, y no hay perspectivas de que la cosa vaya a cambiar en bastantes años. A lo más que cabe aspirar es a que esa pulsión se plantee desde el respeto al pluralismo democrático y las normas del Estado de derecho. Y en este aspecto sería injusto no reconocer el esfuerzo realizado por el PNV en los últimos años.
En el fondo, la perestroika emprendida por este partido consiste en admitir que para la realización de los ideales nacionalistas resulta más eficaz integrar tras objetivos limitados al conjunto de la población que a un sector, aunque sea considerable, de ella tras metas más ambiciosas. Es decir, que resulta conveniente reducir al mínimo posible los sectores que queden marginados del proceso de construcción política de una Euskadi plenamente autónoma. Y para conseguir ese objetivo no es indiferente la política de alianzas que se practique.
Por ello resulta simplista la argumentación que rechaza la viabilidad de una repetición del pacto PNV-PSE con el razonamiento de la distancia ideológica existente entre ambos partidos. Es precisamente esa distancia la que permite una convergencia en torno a los valores del Estatuto de Gernika de amplios sectores de la población que en caso contrario se sentirían marginados. No hay que olvidar que cuatro de cada 10 votantes potenciales se abstuvieron de acudir a las urnas el 28 de octubre.
Es cierto que un Gobierno de concentración nacionalista podría tener efectos positivos en determinados aspectos, y, en primer lugar, en los derivados de su superior coherencia ideológica, lo que evitaría algunos bloqueos producidos durante estos años. Pero sopesando ventajas e inconvenientes, todo induce a creer que son más poderosas las razones de índole práctica -pero también de naturaleza moral- a favor de una repetición de la fórmula, socialmente más integradora, seguida desde 1986. Por ello sería deseable que unos y otros renunciasen a seguir jugando con proclividad al órdago y las razones de interés general se impusieran a los gestos teatrales destinados a tranquilizar a las clientelas respectivas.
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