El nuevo 'delfín'
BASTARON UNOS minutos para que tanto Heseltine como Hurd decidieran retirar sus candidaturas para la elección del liderazgo del Partido Conservador británico a favor del tercer candidato, John Major. La decisión evitaba una nueva vuelta electoral y la prolongación de la pugna interna. La rapidez de las renuncias pone de manifiesto, también, la urgente necesidad que sentían todos ellos de recuperar la unidad del partido y el favor popular frente a sus rivales laboristas. En la fase previa a la dimisión de Margaret Thatcher, el partido que lidera Neil Kinnock superaba a los tories por más de 15 puntos en las intenciones de votos. En la actualidad -y ello debe atribuirse a la bondad catártica de la dimisión- han recuperado el primer lugar.Si las diferencias sobre Europa han sido la causa principal de la crisis del Gobierno de Thatcher, el factor determinante de su salida, con la designación de John Major como nuevo premier, es la voluntad del Partido Conservador de no perder el poder, y, para ello, de encontrar a un líder capaz de restañar las graves heridas causadas por los métodos autoritarios de la dama de hierro. Por eso, la primera prueba a la que tiene que someterse Major es la de demostrar su capacidad para reagrupar al partido. Ello se ha reflejado ya en la composición de su Gobierno, en el que se integran sus contrincantes en la contienda por el liderazgo. Hurd, como estaba previsto, seguirá al frente de los asuntos exteriores, y Heseltine, que durante años a banderó la lucha contra el thatcherismo, será el responsable de la política del medio ambiente, con la particularidad de que engloba en su ministerio todo lo relacionado con los conflictivos impuestos municipales (poll-tax).
Los elogios naturales dispensados por su sustituto a la persona que gobernó el Reino Unido durante el plazo más largo en este siglo -once años y medio- no pueden hacer olvidar que su política tuvo, sobre todo en el último año, efectos desastrosos. Su caída se debe, a fin de cuentas, a un deseo de cambio mayoritariamente sentido -de ahí los 15 puntos de diferencia con respecto a los laboristas-, y a una exigencia de buena parte del mundo industrial y financiero. Major no podrá sustraerse a esta realidad. Lo que de él se espera es un cambio de política en puntos esenciales, y no sólo en el poll-tax, a cuya revisión se ha comprometido. Tendrá que intentar enderezar una situación económica y social preocupante. Los riesgos que asumiría si limitase su política a un mero continuismo parecen excesivos: al descontento se añadiría el rebrote de las disensiones en el Partido Conservador.
Esta exigencia de renovación se plantea de manera particular en la política europea del Reino Unido. El nuevo primer ministro llega al poder en vísperas de un momento clave: las dos conferencias de Roma, del próximo diciembre, en las que la Comunidad debe dar pasos importantes hacia la unidad monetaria y hacia una articulación de su unidad política. En cierto modo, el cambio de Gobierno en Londres está ligado a la trascendencia de las inminentes decisiones que Europa debe tomar y ante las cuales -de haber persistido la cerrazón de la señora Thatcher- el Reino Unido podría quedar marginado. Este temor explica en buena medida la estridente dimisión del viceprimer ministro, Geoffrey Howe, auténtica espoleta de la crisis del Gobierno de Thatcher.
John Major, incluso como ministro de Hacienda del Gobierno dimisionario, demostró una actitud favorable hacia la unidad europea al convencer a sus compañeros de la conveniencia de integrar la libra en la serpiente monetaria. Sería excesivo esperar del nuevo primer ministro británico un giro radical en el talante peculiarmente aislacionista de la era de Thatcher, pero tampoco es imaginable que mantenga una oposición tan inflexible como la de su antecesora en el cargo. Los otros miembros de la CE acogerán con simpatía una voz británica más constructiva, aunque siga siendo crítica en muchos aspectos.
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