Suena Brahms
En el fondo de la sinfonía de Brahms suena también el leve murmullo de la olla donde se está cociendo el hervido. La batuta de Bernstein eleva en un mismo fuego los violines, las patatas, las trompas, las zanahorias, las cebollas, los fagotes. Quiero ser santo, y para eso tengo que comer de forma mística unos alimentos sencillos, puros, llenos de música. En este momento llueve y a mí me basta con vivir. Todos los cadáveres en televisión tienen el color de la rosa. La política acaba convirtiéndose en un sonido de la radio, y cualquier catástrofe que traiga el periódico servirá mañana para envolver un kilo de boquerones, pero vivir consiste en escuchar cómo hierven juntos ahora los violines y las zanahorias, y esperar que esta lluvia armonice luego la perfumada hora del café. Hoy lo más elegante consiste en ser bueno, en hablar poco y en vestir ropa de calidad algo ajada. Mientras murmura la olla bajo esta melodía de Brahms pienso en alguien a quien podría admirar. Me sustento sólo del talento de cuatro amigos, de la velada ternura de algunos seres que amo, de ciertas lecturas inolvidables, de unos manjares austeros cuyos sabores ya excitaron el paladar de Abraham. Fuera de este círculo se hallan los rufianes de la vida pública, los días sin maestros, el ansia de redimir el vacío con una Kawasaki. Ya no hay próceres que saluden levantando el sombrero con cortesía ni criminales que guarden las formas. Ante los tiempos que corren sólo existe un modo de resistencia: meter los pies en las babuchas y hacer de ellas una casamata, atrincherarse detrás del batín y trabajar en privado la belleza y el conocimiento despreciando lo demás. Desde la ventana contemplo la juventud como un paisaje de dulce carne a bordo de motocicietas; en la pantalla de televisión acabo de apagar una catástrofe real o ficticia, y en la radio tampoco suena ninguna política. Sólo la olla hierve dentro de los violines de Brahms. Estoy viviendo, y mi única aspiración social estriba en no dar a nadie una mano blanda y sudada al saludar.
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