Los ciegos y Estados Unidos
Es difícil encontrar en Europa una izquierda más dogmática que la española en su análisis de Estados Unidos y su comportamiento en el mundo. No es suficiente el derrumbamiento del comunismo en la Desunión Soviética ni en los países de la Europa oriental, ni el fracaso absoluto del sistema de socialismo de Estado en los países del tercer mundo para hacerles deponer su actitud. Su empecinamiento en considerar perverso a todo lo que procede de la primera democracia del mundo confirma el viejo refrán de "que no hay mejor ciego que el no quiere ver".La última es su reacción ante el despliegue militar norteamericano en el Golfo para hacer frente no sólo a una agresión descarada y no provocada sino a la anexión y desmembramiento de un país miembro de las Naciones Unidas por parte de un dictador militar sin escrúpulos que pretende la dominación de sus vecinos por la fuerza, es el último ejemplo de ese empecinamiento.
Los argumentos empleados por quienes atacan por sistema a Estados Unidos, en la mayoría de los casos embutidos en unos vaqueros Levi's, fumando Marlboro y con un vaso de whisky escocés -todavía no han descubierto el Jack Daniels- en la mano y derrochando gasolina durante los fines de semana, serían cómicos si no fueran reflejo de una actitud atávica, exponente de una frustración política exasperada por el fracaso de la filosofía competidora del capitalismo.
Se dice que las tropas norteamericanas, árabes y occidentales -54 países han contribuido militar o económicamente a la Operación Escudo del Desierto- han sido enviadas al Golfo para proteger el suministro de petróleo a los mercados mundiales. Como siempre ocurre en estos casos, es una verdad a medias. Aparte de que no es nada deshonroso defender ese suministro, sobre el que se basa la prosperidad y el nivel de vida occidentales, los 200.000 efectivos enviados por el presidente George Bush a la Península Arábiga pretenden demostrar con su presencia a los Sadam Husein del mundo que, en el nuevo orden internacional surgido como consecuencia del enterramiento de la guerra fría, las agresiones de los grandes a los pequeños no se van a tolerar.
El mundo todavía recuerda con horror el trágico resultado de la pasividad de las grandes potencias en la Europa de los años 30 ante las contínuas apetencias territoriales de Adolf Hitler y no está dispuesto a repetirla, como recordó George Bush cuatro días después de consumarse la invasión iraquí de Kuwait. El acuerdo alcanzado en Helsinki en setiembre entre Bush y Gorbachov exigiendo la retirada incondicional y total de las tropas iraquíes de Kuwait hace impensable un nuevo Munich, acuerdo por cierto saludado con alborozo en su época por la izquierda europea.
El hecho de que Estados Unidos haya cometido imperdonables agresiones a lo largo de su historia, principalmente en América latina, no empaña para nada el altruismo de sus intervenciones en dos guerras mundiales para impedir el triunfo del totalitarismo. Citar Vietnam, Granada o Panamá, la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza o la intervención siria en El Libano vis-a-vis a Kuwait equivale a admitir la teoría que de que dos errores son iguales a un acierto.
La reacción norteamericana en este caso obedece, en primer lugar, a la necesidad de corregir el craso error cometido dejando caer al Sha en 1979, -que convirtió a Irak en la única potencia de la zona y dejó tiritando a los países pro-occidentales del Golfo-, y, en segundo lugar, a dejar claro urbi et orbi que la paz mundial se basa en el respeto a las fronteras reconocidas tras el final de la segunda guerra mundial.
Imagínese la debacle que se organizaría si Alemania empezase a reclamar la Prusia óriental, Finlandia, la Carelia, Austria, el Tirol meridional y Rumania, la Besarabia, por citar sólo unos cuantos ejemplos, y se comprenderá la rara unanimidad obtenida en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en sus, hasta ahora, ocho resoluciones declarando nula y sin efecto la anexión iraquí de Kuwait.
La crítica sistemática a Estados Unidos por parte de la izquierda española -que, en esa actitud, como en tantas otras, olvida que, por ejemplo, el lanzamiento de la Alianza atlántica no hubiera sido posible sin el decidido apoyo de socialistas europeos ilustres como Paul Henri Spaak, Clement Atlee, Guy Mollet y Pietro Nenni-, es algo mucho más profundo que el apoyo norteamericano al régimen de Franco a través de los acuerdos de 1953.
Nace, sobre todo, del machadiano "Desprecia cuanto ignora" y constituye una actitud centenaria, que quizás arranca de un planteamiento apriorístico anti-anglosajón en el transfondo de la mente española, cuyos orígenes habría que buscarlos en la derrota de la Invencible y en el sistemático despojo de las posesiones españolas de Ultramar por Inglaterra, primero, que culmina con la guerra hispano-norteamericana y el desastre del 98.
Curiosamente, ese planteamiento irracional, en el que subyacen causas más profundas que un mero distanciamiento ideológico, es compartido a veces por la extrema derecha española, como lo demuestra el sonado artículo que, con título de Hipócritas, publicó Blas Piñar en 1953 en contra de los acuerdos con Estados Unidos y que le valió a su autor la destitución fulminante como director del Instituto de Cultura Hispánica.
La causa de que Estados Unidos yerre a menudo en su política exterior se debe precisamente a que este país no tiene la más mínima vocación imperial en el sentido que las potencias europeas dieron al término desde que las carabelas españolas llegaron a estas costas. Incluso la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) le fue impuesta a Washington por sus aliados europeos, alarmados por el avance de las divisiones soviéticas en el centro de Europa.
Es preciso leerse a fondo la ejemplar Constitución americana -algo muy fácil porque sólo consta de siete artículos y 26 enmiendas-, o las declaraciones de los padres de la República, Washington, Jefferson, Adams y Madison, para darse cuenta de la carencia de pasión expansionista de este país, producto de su nacimiento como potencia anti-colonialista frente a la explotación británica.
Es significativo que, en el actual conflicto del Golfo, las críticas iniciales al despliegue militar en el Golfo ordenado por Bush hayan provenido del ala derecha del partido republicano y no del ala liberal de los demócratas, prueba evidente de que, una vez desaparecida lo que ese sector consideraba como la amenaza comunista, los halcones desean un repliegue norteamericano dentro de sus propias fronteras.
La izquierda democrática española debería abandonar de una vez por todas sus trasnochados prejuicios anti-norteamericanos y replantearse sus relaciones con todos los estamentos de la sociedad estadounidense en un espíritu de igualdad y cooperación leal. Visto desde Washington, y comparado con el esfuerzo británico o francés, el espectáculo dado por amplios sectores de la sociedad española con motivo del tímido envío de tres unidades españolas al Golfo produce rubor.
En este país es difícil explicar porqué algunas naciones europeas, entre ellas España, que reciben más del 37% de su petróleo procedente de la zona del Golfo, se han mostrado tan renuentes a colaborar de forma decisiva en el despliegue militar con Estados Unidos, que sólo depende del crudo árabe en un 5%.
Se trata de actitudes y no sólo de conceder permisos de utilización de bases. Sólo bastaría que un miembro del club le negara a otro en tiempos de crisis el uso de las instalaciones cuando se trata de hacer frente a una amenaza a intereses vitales comunes. Se trata de dar un paso al frente sin complejos como aliados, sin recurrir a subterfugios como el papel de una organización hasta ahora fantasma como la Unión Europea Occidental.
Los titubeos en momentos críticos se pagan caros en las relaciones internacionales. España tiene sólo dos problemas de política exterior: Gibraltar y Ceuta y Melilla. Póngase en un platillo de la balanza la contribución de Londres y Rabat al esfuerzo aliado en el Golfo y en otro, el español y no será dificil adivinar a quien apoyará Washington con más entusiasmo cuando Madrid tenga que hacer frente a esos contenciosos.
Una vez más, se ha olvidado la máxima de Lord Salisbury "Inglaterra no tiene amigos ni enemigos permanentes. Sólo son permanentes sus intereses". Y, en este momento, los intereses permanentes de España pasan por Washington.
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