La memoria y el recuerdo
Leyendo la correspondencia de Flaubert con su inquieta amiga George Sand -una de las más bellas correspondencias del siglo XIX-, me sorprendió la holgura de tiempo de que disponía este gran literato, que se pasó la vida escribiendo, fueran novelas, artículos o su nutrido epistolario, al poder dedicar tres meses del año 1847 a recorrer a pie la Turingia y la Bretaña con su amigo Du Camp. De esa excursión saldría, por cierto, un delicioso cuaderno de viaje que lleva por título Par les champs et par les grèves, escrito al alimón por los dos camaradas: Flaubert escribía los capítulos impares, y Du Camp, los pares. Y me impresionó porque ahora, aunque la vida humana sea más larga que la de antaño y asistamos a más amaneceres y crepúsculos, la verdad es que nos lleva más tiempo cada cosa, y, si miramos bien, consumimos casi la misma proporción de nuestra existencia que antes en realizar idénticos quehaceres. En tiempos de Flaubert, la vida media humana se cifraba en unos 37 años, y hoy día rasa los 72, pero, por ejemplo, terminar una carrera superior se conseguía entonces a los 20 años, y hoy un buen estudiante no se gradúa hasta sus 25 o 28 años.Podemos pensar que ahora se hacen más cosas que antes y quizá sea esto cierto con tanta diligencia vana a las que nos obliga la vida moderna, pero los grandes acontecimientos que constituyen una vida se suceden con percusión similar en los hondones del alma, aunque con distinta longitud de onda, más amplia hoy que ayer. La muerte de los padres, el primer enamoramiento, la primera aventura sentimental o el gran amor que alguna vez llega, padecer una guerra, tener que matar en situaciones extremas, alcanzar la fama o el poder, triunfar o fracasar, sucumbir a la corrupción y perder el honor, gozar de la amistad o lamentar la muerte del amigo o de la amada, padecer la calumnia, sufrir prisión o tortura, tener un hijo y verle prosperar o malograrse, sentir la emoción de la propia creación o gozar del trato con un genio, o percibir el horizonte de las ultimidades; en suma, esos momentos decisivos de la existencia de los que surge la inútil experiencia de la vida no se dan todos en una misma persona, pero, se dan en hombres de todas las generaciones, aunque las vidas de los antiguos fueran más breves.
A cierta altura de la vida, por la que yo debo andar, se siente que ésta se va encogiendo, como piel de zapa, sin damos margen para realizar, o al menos proyectar, muchas cosas o relaciones que se quedaron, no ya en intentos, sino en meras intenciones. Pues más que alegrarnos de lo que hicimos, aunque fueran emprendimientos que remontaron el vuelo, nos angustia mayormente lo que no hicimos, por desidia o falta de coraje. Sabemos que hicimos cosas con entusiasmo, con ganas, y otras que llevamos a cabo sin gana alguna, porque era nuestro deber o no había más remedio, y quizá nos solidaricemos con ambas, pero lo que más nos amarga es aquello que tuvimos intención de hacer y, por las circunstancias que fueran, no realizamos. Parece. como si tratásemos ahora de satisfacer viejos gustos, antiguos deseos de todo orden, y pretendiésemos ingenuamente reanudar empeños frustrados, como si fuera nuestra alma un traje viejo que se le vuelve del revés para seguir usándolo. Y aunque en esta edad en la que andamos, antes de caer en el estupor de la senectud -¡líbranos, Señor!-, perduren aún algunas ilusiones y una cierta curiosidad hacia este mundo en profundo cambio, caemos en la cuenta de que las muchas definiciones que se han dado del hombre, la más certera, mucho más verdadera que la de homo sapiens, es la de ser el ser con las horas contadas.
Yo siento, por ejemplo, una gran pesadumbre por no haber mantenido una relación y una amistad más asiduas con ciertas personas, hombres y mujeres, que, ahora, al verlas pasar, percibo su encanto y su valía -y no digamos mi contrición si desaparecen para siempre-.
Esos seres, si hubiéramos hecho un gesto o ademán hacia ellos, hubieran contado en nuestra vida. Hay personas, en cambio, que tuvieron importancia en un momento de ella, luego desaparecieron y sólo nos sirven ya como hitos o puntos de referencia para rememorar nuestro pasado.
Dicen que los viejos sólo viven de recuerdos y que tienen más fresco el olvido que la memoria. El recuerdo viene solo, aunque quepa favorecer su venida buscándole con morosidad, como hizo el exquisito Proust en busca del tiempo que se le había perdido. La memoria, por el contrario, se hace. ¡Haz mernorial, nos gritan cuando hemos olvidado algo. Se recuerda un sabor, un olor, la traición que nos hicieron, en suma, acontecimientos de la propia vida que siempre serán, en última instancia, inexplicables para los demás. La memoria, en cambio, se refiere a los otros y al entorno de nuestro pasado. El recuerdo es volver a sentir ciertas vivencias tal y como se sintieron cuando se produjeron, una resurrección de ciertos instantes que no nos necesitamos explicar porque nos resultan, al recordarlos, evidentes, produciéndonos un gozo o un dolor intransferibles, personales, inefables. Mientras la memoria, apoyada, claro está, en los recuerdos, se carga con todo el saber y toda la experiencia que hemos ido acumulando desde que tuvo lugar aquella vivencia original.
Sería un error creer que el pasado puede existir sin el futuro. Si miramos al porvenir y no lo vemos cerrado, sin contorno ni figura, sordo y mudo, pierde todo sentido el pasado como si el recuerdo exigiese siempre un mínimo de esperanza. Añoremos un mundo con futuro suficiente para que interese leer las memorias del pasado.
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