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Tribuna:EN TORNO A LA LEY DE EXTRANJERÍA
Tribuna
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"I don't have papers but I love you"

Nunca supe qué sentimientos escondía para mí la ilegalidad hasta aquella noche en que asistí a una boda por conveniencia de papeles. Dos meses atrás, la novia, una chilena casi feliz, me había dicho: "Me caso con éste".Enseñándome una foto por allá escondida, sobre su escritorio, me explicaba que él no era el hombre de su. vida, pero que, bueno, era cariñoso y sobre todo era español y que... la interrumpí, y le dije: "Avisarás". Entonces me miró horrorizada:

"¿Acaso cuando uno se inscribe en Sánitas o saca el carné de conducir ofrece una copa?".

Me quedé muda. Y un buen día, una llamada mandó al diablo mi depilación a la cera. Mi conocida daba una cena a propósito de su matrimonio.

Llegué tarde, sin vestido de cóctel y sin regalo. Yo llevaba largos meses de ilegal en España, y cualquier mención a la nueva ley de extranjería podía sacarme de quicio. Y era lo que más temía.

A medianoche no cabía en el salón ni un, alma más. Sentado al piano, el novio tocaba una especie de balada de guerra y olía a agua de lilas, y ella, que estaba radiante y lo llevaba cogido amorosamente del brazo, se acercó y me dijo: "Si tienes problemas para arreglar tus papeles, ¿por qué no haces como yo, te casas?". Sentí la muerte. Tuve que escuchar eso mientras se me torcían las tripas.

Siempre me he querido casar con todas las de la ley: a ultranza, por amor, y con desprendimiento. Si no es así, y es por conveniencia de papeles, machaqué: "Que sea con el comisario de Los Madrazo".

Me volví, y vi cómo todo el mundo soltaba carcajadas. Enseguida la conversación derivó hacia la comida. Pero desde ese día empecé a pensar en él en su morada -en la comisaría de la calle de Los Madrazo, donde se legaliza la situación de los extranjeros en España-, envuelto en el humo de una pipa, y como quien no quiere la cosa matrimonio y fotocopias gratis.

Mi debilidad por los uniformes comenzó temprano, más o menos a los 16 años. Mis primas y yo nos moríamos de amor por un comandante que había en Arboletes, en pleno Caribe colombiano. Sus encantos nos arrastraban hasta el pueblo, y allí todas queríamos bailar con él apretujadas. Masticar de su mismo chicle, dormirnos besándolo en los labios.

Nos bañábamos, vaciábamos los frascos de champú y corríamos. Carretera abajo, y allí estaba él. No nos importaban sus opiniones triviales, su traje para camuflarse en la sierra, sus botas de miliciano en aquel calor insoportable, ni su cuadrilla de matones revolcándose en el suelo llevándose por delante guerrilleros.

Nunca he tenido claridad política, así que en cuanto podía salía a bailar una tanda con él, comiéndome su voz quebrada que decía: "Regálame tus ojos pa'un llavero".

Cinco tiros

Una mañana dijeron que la violencia había llegado al pueblo. Y que al comandante le habían pegado cinco tiros. Todas pronunciamos su nombre con tristeza. Y tío Jorge, que nunca entendió que unas niñas tan educadas, con un precioso pelo rubio, y tan decentes hablaran con comandantes, hizo las maletas.Así que las tres, mis primas y yo, volvimos a aguantar calor en Medellín. Tiz se cortó los mechones que coronaban su frente, Marcela se quitó los tres alfileres de las orejas y yo aprendí a cocinar como recurso. Tal vez así encontraría otro novio.

Jenaro, el policía de Irún, preguntó: "¿Qué hace usted en España?". De eso hace más de un año, la última vez que hice lo único que podía hacer para permanecer legal: salir del país y volver a entrar.

Yo llevaba sólo mil pesetas, cuando necesitas cinco mil para cada día que vas a demorarte en España, un maletín de cuero negro y unas revistas en desorden, y a él creo que le divertía mi cara escuálida, de pelo largo y desprotegida. Alcancé a pensar: si este policía me detiene, me cuelgo de su cintura aquí mismo y no lo suelto hasta que me dé trabajo, o hasta cinco años después... o lo que sea, cuando por fin acepte casarse conmigo.

"¿Qué hace usted en España?", repitió. Pálida, con las marcas del peine aún húmedas e intactas, resistí el examen severo de sus preguntas. Era claro que había ido a Francia con la única necesidad de que me sellaran el pasaporte. Él se daba cuenta de una de las grandes grietas de mi viaje incierto, que no tenía dinero Suficiente para llegar a ninguna parte: debía detenerme.

"Es que tengo miedo", le dije.

Sólo había tardado en Francia 20 minutos, y lo sabíamos los dos. También sabíamos que me había tomado el café más caro. de toda mi vida.

Pero de pronto, con las primeras sombras, selló mi pasaporte y medio la orden de seguir. Experimenté un alivio, pero esa felicidad apenas me duró tres meses.

Ante el terror de volver a una frontera a conseguir el improbable sello, apuré otro de los recursos que me permitiría seguir aquí: me matriculé en un doctorado. Junté con desesperación cartas del colegio, de recomendación, diplomas, certificados médicos, busqué el extracto bancario con el saldo más alto, y redacté una petición de exención de visado bajo el efecto desmoralizador de un complejo vitamínico que me prescribió un médico para tratar de calmarme la ansiedad. Al otro día me presenté en la comisaría de Los Madrazo, fuente de todas mis desdichas.

La voz de una joven me resultó insoportable cuando dijo: "Sus papeles son una calamidad".

Quise subir las escaleras y entrar en la oficina del comisario. Encontrarlo, contárselo todo, que me ganaba la vida escribiendo sobre mujeres que descubren el orgasmo a los cuarenta; quise gritarle a los cuatro vientos que me enamoré de España, y eso es todo, y que, mire, si usted me ayuda podríamos sembrarla de ternura, y si no me oía, en la punta de la lengua tenía las palabras: "¡No tengo papeles, pero te amo! ¡Te amo!".

Empecé a hipar como las niñas pequeñas cuando se asustan. El policía, que me miraba, parecía tranquilo como un cadáver. Decidí quedarme ilegal.

Tan pronto como recobré la paz de mi cálida buhardilla donde las tardes se me iban como un sueño, el peso de la ilegalidad se deslizaba venturosamente por mis hombros. Amortiguaba con Valium los nuevos días de mi existencia, y rellenaba las páginas de mi libreta con una única pincelada: "Casarme con el comisario".

Marcado acento yanqui

Ay, amor mío. Yo no quería buscar pelea con el policía de tráfico, pero resultó que mi amigo americano, sensible como un tímido helecho, conducía su motoneta sin placa.Tenía los modales de un macho cabrío: no ofrecía la mirada y a mí me ignoró totalmente. Intimidado por el marcado acento yanqui de mi amigo, dijo: "Turistas", y nos dejó seguir.

Mi primer impulso fue salir a todo correr. Pero grité: "l don't have papers but i love you!". Lo hice con los estallidos de odio y las manifestaciones de ternura de los grandes amores. Y, aunque jamás hablamos mi amigo y yo de eso, me pareció que él tenía un verdadero talismán mágico: era su pasaporte americano.

Entendí entonces lo que significa nacer en el sur del mundo, y para más inri en la lejana Colombia, en el seno de una familia de ideas avanzadas, pero demasiado legal para mi gusto. Sentí un nudo en el estómago.

El mundo se volvió distinto. Los controladores de metro, los guardas de El Corte Inglés, cualquier hombre de uniforme, se convirtió en una sola cosa: policía. Sus susurrantes voce s que exigían los mismos e insalvables requisitos, visados, permisos de residencia y trabajo y exención de visados llegaban hasta aquel rincón.

Y sólo me tranquilizaba pensar que lo mejor que podría sucederme era que me expulsaran, y entonces sólo sabía una cosa: me iría a engordar a Girardot. Y me ganaría la vida vendiendo polos. Me taparía de plata o... quizás me pondría a cantar en la radio. Y cuando yo fuese rica y famosa en el pueblo, me negaría a volver a España y todos aquellos policías lo lamentarían de veras.

"Mónica, cariño, cásate"

Era ya el final de una tarde cuando oí la voz de mi madre flotando por el teléfono. "Trata de arreglar todo por todos lados". Yo que la conozco sé con exactitud lo que quiere decir, y en este caso toda la idea: "Mónica, cariño, cásate". Ah, madre. No sabe que vivo por un solo deseo. Casarme con el comisario.Yo era estúpida, estúpida, estúpida. Llevaría toda una página impresa enumerar mis sufrimientos. Ruidos en el estógamo, grr, grr, grr, quererme esfumar cuando veía un policía, crisis de fe.

La ilegalidad que más espantosas sensaciones me ha producido me golpeaba ahora sin piedad. Los sombreros agitándose en aquel verano de 1989, y mi amiga española por dirección contraria con la policía enfrente. Preguntaban por papeles. En aquel momento me declaré autista, sordomuda, débil mental.

Miraba el reloj de Sol y no decía ni mu. Yo no podía hablar nada. ¡Qué tormento! ¿Cómo iba a explicarle que este acento se me pegó en Vallecas?

Mi amiga esculcaba en su cartera atiborrada de papeles.

"Vaya con las damas. ¡Qué cara tienen! Doblando aquí, en un cruce prohibido. ¡Prohibido!".

Me di cuenta de que las manos de mi amiga estaban temblando. También lo estaban las mías.

Nuestro policía se mostró benévolo, pues sospechaba lo que estaba ocurriendo. Mi amiga no llevaba ni DNI ni carné de conducir, y yo era menos que un molusco, una especie de monstruo marino, de ser de otro mundo.

Arrancó el coche y grité: "¡Sofía, trepa por las aceras, lánzate por el aire, da dos volteretas, aterriza, haz lo que quieras, pero nunca conmigo, que te mato! ¡Te mato!", le dije en medio de un llanto loco. "¿No ves que nos querían ligar?", decía mi amiga, frotando mis manos heladas para hacerlas entrar en calor. "¿No has visto que eran dos?".

Dicen que habrá una amnistía. Pero no sé si es el momento de regresar. Nadie me puede quitar perfiles, olores, densidad, peso y color de estos cuatro años maravillosos en España. Pero estaba yo pensando en la necesidad de largarme con vientos frescos a cualquier parte, de cambiar de asiento, de calle, de vida.

Llevándome su hermosa voz de soldado, y fiel a mi vocación desde aquella fiesta atormentada, quiero tomarme con él un granizado de limón, y con la furia de un amor sin sosiego, le escribiré: "l don't have papers but i love you", consciente de que será este comisario el último de mis amores imposibles.

A veces me quiero marchar. Siento frío.

Cristina Gutiérrez es periodista colombiana.

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