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Causas perdidas

Sentados frente al televisor, y ante nosotros está Bruce Springsteen, como recién descendido del camión, aullando su orgullo de macho americano: born in the USA. Es como una fuerza agreste, sudando patriotismo. Y entonces, imaginamos a los soldados yanquis destacados en los desiertos del Golfo tarareando esa canción, tal vez escuchándola en un walkman, mientras tratan de ahuyentar el deseo prohibido de una lata de cerveza bien fría. Y es que hace tanto calor aquí...Y de pronto terminó el verano, y el recuerdo de las vacaciones queda en cuatro días incomprensiblemente lejanos, por más singulares que hayan sido este año. Hacía mucho tiempo que los periódicos no traían noticias apenas en verano, que éste era una suerte de tregua pactada en la que nunca pasaba nada. A lo sumo, hace unos cuantos años pasó el cometa Halley. Sin embargo, este año ha sido diferente.

No sólo la vuelta al trabajo nos ha llevado a estudiar las noticias como imbuidos ahora de todas las responsabilidades del estadista, sino que también el reencuentro y las charlas con los viejos amigos de siempre cambian sustancialmente las cosas. Volvemos a ver a aquel con quien hace veinte años discutíamos día a día sobre la guerra del Vietnam. Y constatamos que la historia no se repite, que ahora es bien diferente, y por tanto la posición a adoptar es otra. ¿Qué otra cosa podía hacer España sino alinearse junto a quienes defienden los intereses del sistema de vida occidental? ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Al interrogarnos por las causas del conflicto, desestimaremos rápidamente la pregunta: pensar en términos de causa ya sabemos que es lo propio de un pensamiento ingenuo. Y qué ingenuos éramos de jóvenes. ¿Qué sentido puede tener hoy cuestionar este sistema de vida, aunque exija necesariamente conflictos como éste? Especulando sobre su desenlace, todos esperamos una solución diplomática y confiarnos en la eficacia del estrangulamiento económico. La guerra siempre es terrible. Entre nosotros hay incluso quien lo sabe bien. Como aquel que pasó un día entero, desde antes del alba, sentado en un camión militar y cargado con todo el equipo, esperando que le enviaran a la guerra contra el moro, cuando lo de la Marcha Verde. Estaba haciendo el servicio militar destinado en el Sahara, por rojo, y después de todo tuvo suerte. Aunque no haya olvidado desde entonces aquel miedo cerrándole la garganta y el sentimiento de irrealidad con el que se anuncia la inminencia de la muerte. En el fondo, tuvo suerte. Qué importa que desde entonces el pueblo saharaui se pudra agonizando en su desierto. En definitiva, ¿quiénes son, quién piensa en los saharauis?

No, no tiene sentido ocuparse de las causas perdidas. Eso lo hemos ido aprendiendo poco a poco, conforme nos íbamos haciendo mayores. Desde la disolución de la política de bloques, podría decirse que ya ni siquiera quedan causas. El término mismo huele a fanatismo, a fundamentalismo tercermundista. Es bien poco europeo. Y sí, está la cuestión de las ballenas, y los vertidos incontrolados, y lo del Amazonas y la capa de ozono, y tantas otras cosas, pero de las que ya se van ocupando las instituciones, estatales o no. Basta con hacerse socio, si -algún antiguo reflejo solidario nos emplaza. Yo mismo he visto a esas bravas ancianas que solas tiraron a sus hijos adelante y con sus manos reconstruyeron el Berlín de la posguerra increpar violentamente a los mendigos venidos del Este, instarles a dejar esa fea costumbre de la mendicidad, tan incívica, y acudir a la asistencia social o a la Cruz Roja. Que para eso están, para eso las pagamos. Y Alemania es sin duda el futuro al que se nos lleva.

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Ahora mismo, otro viejo amigo que en todos estos años tan sólo acudió a las urnas una vez, y fue para votar que no a la OTAN, me dice que va a enviar a su hijo a estudiar el COU a EE UU. Y de verdad que no hay contradicción ninguna en ello. No tiene sentido mezclar antiguos resabios ideológicos con la preparación de nuestros hijos para la dura lucha por el bienestar que se les avecina. Que no es cuestión de que ellos paguen el precio por nuestras caprichosas afinidades electivas y se vean obligados a luchar con el futuro así lastrados, con una mano atada a la espalda. El conocimiento del inglés ya se ha hecho imprescindible y, lo queramos o no, América es el futuro que nos aguarda. Y con él, tantas y tantas cosas han dejado de tener sentido que no nos cabe otro gesto casi sino el encogernos de hombros y decirnos unos a otros que qué quieres, que todo es irreversible, irremediable, fatal. Como no nos queda sino nuestra expresión de perplejidad ante la apatía consumista de los más jóvenes. ¿Qué puede hacerse si las cosas son así? Oponerse al curso de los tiempos siempre ha sido una causa perdida. Y sin embargo, si la generación de nuestros mayores no nos hubiera obsequiado su orgullo de perdedor ni nos hubiera enseñado ese respeto por la libertad que sostenía el ideal republicano, ¿quién de nosotros hubiera sido antifranquista?

Y sí, se dirá y con razón que el caso es ahora diferente. Que ahora, enganchados como furgón de cola a la locomotora americana, somos europeos. Y constituidos cada uno de nosotros en patético pequeño estadista analizamos gravemente las consecuencias de la crisis para Europa. Estamos tan preocupados por el peso de nuestras responsabilidades geopolíticas que somos incapaces de ver incluso cómo aquellos de nuestros amigos que son latinoamericanos son acorralados día a día por una ley infame que les declara indeseables. Tenemos cosas más importantes en las que pensar. A lo sumo, les decimos con un algo de tristeza que ya, pero que qué queréis, es el precio a pagar por la Europa del mercado único y de la libre circulación de policías.

Que tal vez haya en todo ello un punto de cinismo, parece probable. Mientras nuestras actividades clandestinas o nuestros coqueteos con el LSD hicieron pender sobre nosotros la amenaza de la cárcel o del frenopático, las denunciamos como instituciones intolerables. Hoy que nos soñamos a salvo, parece que no hay por qué ocuparse de contestar una cárcel en la que el sida crece como una mancha de aceite o del posiblemente inconstitucional encierro psiquiátrico. Ahora, profundos conocedores de la inutilidad de pelear por causas perdidas, gobernamos incluso nuestra vida con la misma sabiduría realista y pragmática de la que hacen gala los políticos que nos merecemos: asumiendo sin fisuras que la cuestión de la calidad de vida es lo único importante y que ésta es sinónimo de nivel de vida, exigimos el derecho a nuestra pequeña porción de prepotencia, respetando y haciendo respetar escrupulosamente las redes jerárquicas de todo tipo en las que estamos atrapados. Reconociéndonos únicamente por lo que nombramos valores profesionales, desconocemos de modo deliberado las miserias morales que éstos alimentan y de las que se sustentan. Al contrario, nos sentimos satisfechos por poder mandar un poco, y por ser finalmente tan fácilmente gobernables.

Como muchos, me gustaría imaginar que la guerra del Golfo no se desencadenará, aunque la ignominia sea ya irreparable. Con todo, me gustaría que los negros y chicanos que canturrian el born in the USA en el desierto árabe no llegaran a entrar en combate. Que un siroco imposible cayera sobre aquellas tierras confundiendo bandos, intereses y fronteras, condenando a unos y a otros a andar sonámbulos por el desierto, llamándose. Pero sólo es un sueño, tal vez un mal sueño. Porque el siroco no es allí donde sopla, sino aquí, entre nosotros. Está desde hace tiempo en nuestras cabezas. Sólo así puede entenderse que nos hablemos, y de un modo tan presuntamente solvente, de causas perdidas. Sin percibir que somos precisamente nosotros quienes andamos en el desierto, y por completo desnortados.

es profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona.

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