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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El debate

EN LOS últimos días se han acumulado diversos actos de la vida interna de los socialistas (por ejemplo, el congreso de la Federación Socialista Madrileña) u organizados por ellos (el homenaje a Besteiro en Carmona). Pese a la afirmación de Alfonso Guerra de que la crisis del PSOE es una invención de la prensa, cada uno de estos actos se ha interpretado en clave de poder dentro de la organización. Y lo que sucede en el interior del PSOE repercute inmediatamente en el resto de la sociedad, tal es el grado de influencia que este partido tiene en la vertebración de la misma.Todos los guerristas son felipistas, pero no todos los felipistas son guerristas. Eso al menos se deduce de las escaramuzas previas al 322 Congreso Federal del PSOE, que se celebrará en pocas semanas. Tan significativo es el poder del aparato del partido, monopolizado por militantes muy próximos a Guerra, que sus críticos más acerados se han visto obligados a acompañar sus reticencias con una preliminar proclamación de identificación con el secretario general, cuya intervención reclaman con insistencia.

Ese poder del aparato guarda relación a su vez con la debilidad relativa de los partidos en la sociedad española. El que desde hace ocho años domina la escena política es, con sus 260.000 militantes y sus ocho millones largos de votos, el partido socialista europeo en el que la relación afiliado-votante es más baja: de poco más del 3%, frente a un 42% en Suecia, un 29% en Austria un 12,5% en Francia. Ello favorece la oligarquización, por una parte, y los reflejos defensivos, por otra. El enfrentamiento en la FSM ilustra ese doble efecto.Lo característico del acostismo (partidarios de José Acosta, presidente de la FSM) y sus otras variantes regionales es, antes que cualquier matiz ideológico, una concepción familiar del partido. Desde esa concepción, cualquier divergencia es legítima a condición de que no trascienda: el enemigo acecha extramuros. De ahí que Leguina, alguien que discrepa en voz alta, se haya convertido en símbolo de lo que ese aparato considera sospechoso. De ahí también que la batalla de Madrid haya alcanzado una proyección desproporcionada al peso de la FSM en el conjunto del PSOE.

Si Felipe González, líder indiscutido del partido, acaba mediando en esta o en otras divergencias internas del mismo significará que algo ha cambiado en el modelo de convivencia tradicional de los socialistas; por ejemplo, que comienza a admitirse la posibilidad de que pueda existir una relación inversamente proporcional entre victoria apabullante del aparato en el 322 Congreso, por una parte, y expectativas electorales, por otra. O que González habrá calibrado que, si bien resulta arriesgado tomar distancias con el guerrismo, que controla el partido, también arriesga mucho (por ejemplo, la división de su Gobierno o la imposibilidad de formar uno capaz de responder a las necesidades del momento) si apuesta por que todo siga como hasta ahora.

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Lo primero anula el argumento de quienes, como José María Benegas, secretario de organización, afirman que el debate sobre la habitabilidad dentro del PSOE nada tiene que ver con las preocupaciones de los ciudadanos-electores. La posibilidad de que el PSOE mantenga en los años noventa la primacía que ha ostentado en los ochenta depende decisivamente del éxito de su apertura a la sociedad, consigna central del momento. Y esa apertura, especialmente frente a la juventud, será imposible mientras no se predique con el ejemplo; es decir, mientras que un cambio radical del modelo organizativo no devuelva al PSOE el atractivo que a comienzos de la década tuvo ese partido para los heterogéneos sectores procedentes del antifranquismo que le dieron presencia social.

¿Cómo estimular un debate de ideas si se ve con sospecha a quien las expresa y, de otro lado, se demuestra que no es necesario tenerlas para influir de manera determinante en la vida del partido? ¿Qué apertura a la sociedad es posible si ni siquiera es factible la convivencia interna? Además, no es una evidencia que sea el aparato el que gane las elecciones; si no fuera porque, pese a todo -y con la probable excepción de Andalucía-, el electorado sigue distinguiendo entre el guerrismo y lo que representa Felipe González, el PSOE estaría probablemente ya en la oposición. Dada la composición tan diversa de los sectores que, por agregación, conformaron el PSOE actual a fines de los setenta, era lógico que se extremasen sus rasgos centralizadores. Pero mantener indefinidamente ese modelo obstaculiza, más que favorece, la influencia de los socialistas.El presidente del Gobierno ha venido retrasando, en aras de un principio centralizador, una remodelación del Gabinete que múltiples factores aconsejaban. Cada vez lo tiene más dificil, porque lo que se quería evitar, la división, Ya se ha producido, y ahora tendrá que optar entre lo malo y lo peor. En el centro del debate está la figura del vicepresidente, Alfonso Guerra: su euforia en Carmona (esta vez exenta de las estridencias de su última aparición en la campaña electoral andaluza); su esfuerzo, una vez más, por identificar el triunfo de su partido en esos comicios con una exculpación en relación con las finanzas de su hermano; su intento, más o menos sublirninal, de identificar la trayectoria ética de Besteiro con su posición personal, resultan reacciones psicológicamente comprensibles, pero políticamente vanas. Con o sin apabullante victoria del aparato en el congreso de noviembre, el futuro del PSOE no pasa ya por la reproducción sistemática del esquema que él simboliza. Y sólo quienes salgan con dignidad de estas batallas precongresuales quedarán disponibles para ese futuro.

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