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El error fue de Rousseau

Todo parece indicar que el socialismo que se ha hundido en el Este ha sido víctima de un duradero equívoco sobre el egoísmo y el altruismo humanos. El fondo de la cuestión puede ser formulado así: se quiso instaurar una sociedad de personas solidarias, en la que todos asumieran como propios unos mismos intereses, y no se consiguió más que exacerbar la persecución del propio interés egoísta de cada uno en áspero conflicto con los demás.Elemento clave del equívoco fue la idea de un Estado socialista, concebido como una fórmula de transición que aspiraba a asegurar a todos los individuos la propiedad común y el disfrute igualitario de una serie de bienes públicos, independientemente del mérito. Se pensó que eliminando el incentivo individual y el riesgo remunerado -considerados esenciales en la iniciativa privada capitalista- se evitarían el desorden del mercado, las desigualdades y los conflictos, y se lograrían la seguridad de supervivencia, la máxima transparencia de la vida colectiva y la coordinación eficiente de la asignación de recursos mediante un plan central. Intencionalmente, se pretendía así que cada miembro se confiara a un cuerpo social protector de todos sin distinción. Pero, de hecho, con tales expectativas se estaba prometiendo la asignacion universal de unos bienes, aunque el beneficiario no contribuyera a su producción. Y la consecuencia paradójica de este sistema de garantías colectivas incondicionadas fue la generalización de los comportamientos individualistas de free-rider o gorrón. Para evitar el paro se crearon y mantuvieron puestos de trabajo superfluos; como el salario estaba de todos modos asegurado, decayó la productividad laboral; dado que no había recompensas para la dedicación y la eficacia, fueron prevaleciendo la desgana, la antipatía y el fastidio ante cualquier actividad. Es decir, no se hizo realidad el sueño rousseauniano en el que cada uno abnegaría sus derechos individuales en favor de la comunidad y, en un clima de entusiasmo moral, todos adoptarían como propia una voluntad general unitaria ajena a todo particularismo. Por el contrario, se fueron consolidando la pasividad, la apatía y el ir tirando, con una difusión de la picaresca apenas oculta por una apariencia externa de obediencia pasiva. El programa concreto de protección económica venía, pues, de Marx, pero la falacia lógica en que se basaba era propiamente de Rousseau. Lo que sucedió es que, en contra de la previsión de ambos, al renunciar cada uno a lo suyo, no todo pasó a ser de todos, sino que nada fue de nadie; negando cada uno su libertad personal, no se conquistó una nueva libertad colectiva basada en la reciprocidad, sino una opresión general.

El resultado de todo ello fue que, en la medida en que no hubo corresponsabilidad o cooperación, dejaron de producirse realmente bienes públicos y todo el sistema acabó convirtiéndose en una gran ficción. El salario garantizado no servía para comprar nada; tras una primera fase de acumulación, los recursos puestos en común fueron devastados y no hubo reposición; la actitud de agria disputa con los semejantes se fue extendiendo hasta la más básica vivencia de conseguir el alimento cotidiano; el fracaso del predominio de lo público fue reforzando los vínculos eclesiales, amistosos y clientelares; se expandieron los circuitos cerrados, los privilegios, las mafias y la corrupción. Es decir, se consiguió involuntariamente lo contrario de lo que se había pretendido: opacidad, desigualdades, refugio generalizado en lo privado, inseguridad.

En los diversos países socialistas se trataron de contrarrestar los efectos perversos del sistema mediante diversos mecanismos. En una primera etapa de la URSS leninista, así como en la China de la Revolución Cultural maoísta y la Cuba del hombre nuevo guevarista, se introdujeron incentivos selectivos de tipo ideológico. Es decir, mediante estímulos no directamente vinculados al fin que se pretendía conseguir, se quiso cambiar las motivaciones básicas de la conducta humana y generar una contagiosa exaltación de ánimo que indujera a la laboriosidad. Sin embargo, en la URSS estalinista y en los demás países del mismo modelo, el remedio puesto en práctica fue simplemente la represión, es decir, la cooperación forzada violentamente por el Estado. Dicho con la expresión hoy ya abiertamente utilizada incluso por los máximos dirigentes soviéticos, un totalitarismo estatal.

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Que en el error básico que dio lugar a todo este desastre había una conexión fundamental entre Rousseau y Marx lo mostraron hace años tanto J. L. Talmon, desde un posición crítica, como Galvano della Volpe, que la subraya complacido. Más recientemente, Jacques Julliard ha reanudado el tema en un libro a cuyo título alude el del presente artículo, La faute á Rousseau. Y ahora que se suele señalar, con razón, la nefasta influencia del historicismo hegeliano en Marx, puede ser conveniente recordar que el proyecto social y político del socialismo fundamentó su viabilidad apoyándose también en aquella hipótesis rousseauniana de una abnegación general.

De hecho, el propio Rousseau había percibido ya la dificultad de su espejismo solidario y había previsto el recurso a un legislador excepcional, con la misión de reconducir autoritariamente al pueblo extraviado hacia una única interpretación del interés general. Por eso, tanto los herederos jacobinos de Rousseau como los de Marx pudieron hacer de la necesidad virtud e instaurar las correspondientes dictaduras terroristas. Así se convirtió la doctrina en actos de gobierno: la búsqueda de unanimidad creó una aversión intolerante al pluralismo y dio paso a la persecución sistemática de todo disidente; la apelación a una moral de adhesión al Estado, a la imposición de una ideología oficial excluyente; los socialistas marxistas se presentaron como la verdadera conciencia colectiva de los alienados, del mismo modo que, para "forzar a ser libres" a quienes persistían en desarrollar una iniciativa personal autónoma, los republicanos rousseaunianos habían identificado su voluntad revolucionaria con una ignota voluntad general.

En estos últimos meses todo este edificio se ha derrumbado a medias. Ha caído el totalitarismo, pero todo parece indicar que en las sociedades del Este, y sobre todo en la URSS, siguen abundando las actitudes de freerider. Queda, pues, por descubrir aún un esquema alternativo de cooperación, sin falaces incentivos ideológicos ni represión generalizada. A la vista de las consecuencias catastróficas que ha tenido la hipótesis colectivista, parece lógico que ahora haya que dar una oportunidad a algún sistema de recompensa condicionada del esfuerzo individual.

Josep M. Colomer es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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