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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fuera de lugar

LAS PROPUESTAs de aumentar las actuales penas de prisión a terroristas y narcotraficantes, y de establecer para este tipo de delincuentes un régimen penitenciario especial, parecen surgir más de la dificultad de erradicar estos dos azotes de la sociedad moderna que de una reflexión serena sobre cómo combatirlos eficazmente. Porque tal diferenciación- en la aplicación de la ley no tiene una clara justificación jurídica, puede no ser oportuna en orden al consenso político antiterrorista, no parece coherente con el fin que se dice perseguir y además resulta dudosamente constitucional. Por último, supondría acabar con la política de reinserción de este tipo de reclusos cuyo éxito ha sido celebrado por el ministro del Interior como instrumento eficaz para la lucha antiterrorista.Uno de los, efectos más nocivos del terrorismo es el de provocar en la sociedad que lo padece un estado latente de crispación, que se manifiesta, entre otras cosas, en la ansiedad por acabar con esta amenaza a cualquier precio. Lo mismo ocurre con el fenómeno del narcotráfico, percibido cada vez más como un serio peligro para la convivencia. Pero sucede que algunas de las medidas que se proponen para erradicar estas dos calamidades pueden resultar tan bienintencionadas como ineficaces, cuando no contraproducentes. Es el caso de las que plantean establecer un régimen penal y penitenciario diferenciado para este tipo de delincuentes y que en realidad forman parte de un proyecto que vienen proponiendo desde hace años sectores políticos y burocráticos (jueces, fiscales, policías y funcionarios de prisiones) de marcado carácter conservador. Pero en vez de señalar la incongruencia, la inoportunidad y eventual ilegalidad de algunas de estas propuestas, el Gobierno parece dispuesto a incluirlas en el nuevo Código Penal que se prepara y, si es necesario, en una ley especial.

Esta favorable acogida se produce en manifiesta contradicción con el grueso de medidas que han con formado en estos años la política penal y penitenciaria de la mayoría gobernante frente al terrorismo y el narcotráfico. ¿Cómo se puede, por ejemplo, explicar la posibilidad de una nueva ley especial antiterrorista cuando hace apenas dos años que se convino en la desaparición de la hasta entonces existente, precisa mente para amortiguar el aspecto diferenciador en el tratamiento penal de este tipo de delincuentes? Por lo demás, el asesinato, el secuestro, la extorsión, la colaboración con el delito, etcétera, ya tienen actual mente un mayor castigo -dentro del tiempo máximo de condena de 30 años contemplado en el Código Penal- en el supuesto de ser cometidos por individuos integrados en bandas armadas. ¿Sería más disuasorio elevar este tope a 40 años? ¿0 lo sería la pena de muerte, como determinados sectores insinúan ya abiertamente? ¿Dónde está el límite? Lo que está meridianamente claro es que sin una razonable proporcionalidad entre la pena y el delito, la ley penal deja de ser tal para convertirse en acto de venganza. Y ello debe ser rechazado como pauta social inspiradora del ordenamiento legal. El actual marco legal contra los delitos de terrorismo y de narcotráfico -las penas contra estos últimos han sido agravadas recientemente, y habría, en todo caso, que perfeccionar los mecanismos legales existentes contra el blanqueo de sus beneficios- es suficiente a condición de que sea aplicado con diligencia y rigor por quienes tienen la responsabilidad de la lucha contra estas peligrosas formas de delincuencia. Modificarlo no añadiría efecto disuasorio alguno, rebrotarían nuevamente las dudas de inconstitucionalidad que en el pasado han planeado sobre la legislación antiterrorista y, sobre todo, se pondría en peligro el actual consenso político contra el terrorismo. Un balance que, a buen seguro, no desean quienes proponen tales medidas y que sería el reverso de lo que debe constituir una política antiterrorista efectiva.

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