Puño de acero
LA ESPANTOSA fotografía, que este periódico publicaba el domingo, en la que un simpatizante de la etnia xhosa prendía fuego a un miembro de la etnia zulú en la barriada negra de Soweto, en Johanesburgo, da idea del cariz de los enfrentamientos que se están produciendo desde hace un mes en Suráfrica. Centenares de muertos -más de 700 en los arrabales de Johanesburgo desde que empezó la violencia- asaltos indiscriminados por bandas de jóvenes sin afiliación precisa -como la que el pasado jueves aniquiló a 26 pasajeros de un tren de cercanías-, escuadrones de la muerte, escenas de pánico. Tal es el panorama que presenta Suráfrica hoy, mes y medio después del acuerdo que, firmado por el presidente De Klerk y Nelson Mandela, debía poner fin a 30 años de violencia entre la minoría blanca y la mayoría negra.Pero Mandela, vicepresidente del Congreso Nacional Africano (ANC) y uno de los jefes de la etnia xhosahablante, no es el único representante de la mayoría de color. Tiene enfrente, desde hace años, al líder zulú Mangosuthu Buthelezi, jefe del movimiento Inkhata, de trayectoria conservadora y colaboracionista, que en la provincia surafricana de Natal representa a más de seis millones de personas. Buthelezi predijo hace años que en Suráfrica se producirían matanzas tribales cuando el Gobierno del apartheid firmara la paz con el ANC y éste tuviera las manos libres para intentar imponerse a otras etnias y emerger como única fuerza indígena en el panorama político surafricano. De hecho, el Inkhata y el ANC llevan casi cinco años empeñados en una cruel guerra civil larvada que ha costado más muertos que toda la represión blanca en el mismo tiempo.
El problema de la guerra entre zulúes y xhosas forma parte del cuadro general de la evolución política y social surafricana en un momento en que se vislumbra el final del gobierno de la minoría blanca. Para mantener su dominio, Pretoria no tuvo empacho en reprimir, torturar y matar; tampoco le preocupó estimular la hostilidad entre zulúes y xhosas y apoyarse en un Buthelezi que rechazaba la lucha armada contra el apartheid. Pero ahora que el presidente De Klerk ha roto su alianza con los dóciles zulúes del Inkhata, marginándoles y reconociendo que el futuro pasa por el ANC, su Gobierno es incapaz de hacer frente al rebrote de la violencia, entre otras cosas, porque da la impresión de no controlar a la policía y al Ejército. Ambas instituciones parecen tolerar la violencia del Inkhata o sumarse a ella para reprimir juntos la del ANC. Enfrentados con la liberalización del régimen, muchos son los que piensan que el proceso avanza demasiado deprisa o demasiado despacio; alimentan así el número de quienes, situados en uno u otro extremo, aprovechan la circunstancia para desestabilizar el proceso de paz surafricano. No es descabellado pensar que todos ellos componen las bandas anónimas que siembran el terror en Johanesburgo.
Pero si Pretoria es cada vez más impotente para detener la violencia de los suyos, lo mismo le ocurre a Mandela en relación con unas masas que, tras décadas de sangre, rechazan con creciente radicalismo la vía pacífica; toda la digna lucha de Mandela y sus interminables años de cárcel empiezan a parecer estériles. Buthelezi, en cambio, no quiere retener a sus zulúes, después de haberles preparado durante años para esta lucha sin sentido. Al final de todo, gran parte de los problemas de Suráfrica nacen de fronteras artificialmente establecidas.
La situación de los últimos días ha hecho que ocurra lo impensable: Nelson Mandela ha tenido que pedir a De Klerk que ordene a la policía impedir rigurosamente y sin favoritismo toda violencia. Y mientras esta operación, denominada Puño de Acero, ha sido puesta en marcha por Pretoria, líderes del Inkhata y del ANC han empezado a hacer llamamientos públicos a sus seguidores para que permitan el restablecimiento de la paz y dejen de matar. Es la única esperanza viable para esta torturada nación.
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