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Tribuna:LA CRISIS DEL GOLFO
Tribuna
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Confesiones de un viejo árabe

Dejadme, no sé qué contaros, ya no soy más que un viejo árabe, mis opiniones se han desvanecido, no tengo más que sentimientos. ¿Qué os puede importar saber que esta nueva guerra del Golfo me ha roto el corazón?Ante todo, la invasión de Kuwait me sacó de quicio, por qué negarlo. Sin embargo, nunca he sentido simpatía por las monarquías petroleras, y con razón. Casi todos mis hijos han trabajado en el Golfo, vi cómo los trataban. Todo nos pertenece: vuestros conocimientos, vuestro arte, incluso vuestra sangre; basta con ponerles precio. Tenemos los medios. En mi época, Nasser les hacía frente, les hacía la guerra a través de Yemen. Invertía en las presas, en las fábricas, en la industria pesada, lo que tal vez no fuera muy astuto, pero por lo menos lo intentaba. Desde su muerte, los reyes y emires del petróleo han multiplicado sus rentas por 10, por 15 o por más. Nunca han alentado un proyecto productivo. Han comprado a precio de saldo el mundo árabe derrotado por Israel. Políticos, periodistas, ingenieros, técnicos, cineastas, le quitaron sus hombres más aptos, lo castraron, esterilizaron y, a cambio, en el agujero vacío que crearon propagaron su rígido islam. En el pueblo, nos pagaron para que pusiéramos velos a nuestras mujeres e hijas. Soy de otra generación, la generación que creía en el takkadom, el progreso. No me gustan, nunca me gustarán.

Cuando de mañana temprano los carros blindados les dieron caza e n sus palacios, cuando las armas pusieron fin a su poder invisible y desmedido, no me puse a llorar. Ya no creía más en esa legalidad internacional que tanto se ha invocado, esa joven que todo el mundo de la región ha violado impunemente al pasar.

Y sin embargo, lloré. Lloré de vergüenza, debo admitirlo. Vergüenza de que se me pudiera asociar, a mí que sólo amo la poesía, con ese individuo que destrozó Kuwait, ese hombre que cree que con su brutalidad va a someter a todo el mundo árabe. He sentido vergüenza de sus mentiras, del desprecio que demuestra pensando que se le va a creer, del régimen de terror que ha impuesto a su pueblo; vergüenza por el laicismo que reivindica, por los soldados que durante 10 años ha enviado al matadero, por los kurdos que mató con gases. Son cosas que aún duelen. Siento vergüenza por la imagen que ha dado de nosotros, por lo que somos y en lo que nos hemos convertido.

El mundo se indignaba; yo me indigné con él, pero con un ardor en el pecho. Soy un loco. Cuando las potencias reaccionaron, cuando dijeron que no tolerarían esta nueva ignominia, me alegré. La URSS, Francia y Estados Unidos lo crearon, armaron y apoyaron con el pretexto de que combatía al Satán jomeinista; le toleraron todo. Sus aires de mosquitas muertas me dan asco; no soy un, ingenuo. Pero esta vez me importaban un bledo sus motivaciones oscuras e interesadas. Esa brutalidad venía dirigida a mí. Mi cuerpo se rebeló contra ella sin ninguna razón, sin pensarlo. Me dije y repetí varias veces que ese hombre debía ser severamente castigado, incluso a riesgo de un temblor de tierra que pusiera las cosas como al principio, para que nadie entre nosotros sueñe con imitarlo, para que algo se rompa y se le empiece a ver de otra manera. Os digo eso y al instante siguiente pienso lo contrario. Os he advertido: mis opiniones se han convertido en castillos de arena.

Centinelas del petróleo

Los acontecimientos han vuelto a llamar a la puerta de mi torre de marfil, los americanos han desembarcado en Arabia, en la tierra santa, los periódicos llenaron páginas con esto. Hediondos de hipocresía, centinelas del petróleo, qué asco. Me protegí, pero todo sucedía como si en mi interior hubiera vasos comunicantes. Mi indignación ante la invasión de Kuwait desaparecía para dejar Paso a otra indignación nueva que antes no se había manifestado. O más bien no, las dos rabias se unieron y llenaron mi corazón de amargura hasta hacerlo estallar; por qué no ser justos con ambas partes. No perdía la cabeza: al que había iniciado el fuego y atraído las calamidades sobre nosotros lo odio aún más, a él el primero. Pero odio a todos los demás, incluso a mí mismo, y lloro por nuestra desgracia. Realmente, ya no podía seguir encerrado.

Bajé a la calle y me mezclé con mis semejantes. Me encontré con mi hijo más joven. Volvía de una manifestación en apoyo al pueblo iraquí contra la agresión sionista e imperialista. Me dijo eso de un tirón. Sus ojos brillaban desafiantes, una fina capa de sudor cubría su frente como si por fin algo hubiera sucedido en su vida.

Me miró. Aparté mi mirada. No sé lo que sucedió, tal vez me imagino cosas. En sus ojos creí leer que se avergonzaba de mí, de mi desconcierto, de mi incapacidad para seguirle. Yo habría querido tantas cosas.

Parecía preguntar: ¿con quién estás ahora que va a estallar todo? Elegir su bando, elegir su bando, unirse al bando de los vencidos, su propio bando... Tal vez me sentí muy cerca de él después de mucho tiempo. Me miró de nuevo como un fulgor. Todo estaba dicho, o tal vez nada.

La palabra no salió de sus labios, pero murmuró en mi oído: "Jabène", cobarde, mi propio hijo, a mí. Eso es lo que vi en sus ojos negros. Sólo duró un segundo. Se apartó, corrió a unirse a sus compañeros. Yo oía sus gritos en la otra calle, muy lejos en el pasado.

Tal vez sea demasiado viejo, tal vez sea nada menos que cobardía. Entré en mi casa destrozado. ¿Cuándo dejaré de escribir, cuándo dejaré de hablar? Incluso Oum Koulsoum me pareció de repente un viejo disco rayado. Se me hizo un nudo en la garganta. Imposible echarlo fuera. Eso es lo que me mata, que nos mata, que nos ahoga. En el fondo de mi corazón, ¿veis?, logro sentir, murmurar, pero es necesario hacer un esfuerzo sobrehumano, la remoción de un tabú transgredido, para que se formen mis palabras y consiga lanzarlas a vosotros.

Daba vueltas y vueltas por mi habitación. El doloroso problema me golpeaba las sienes: ¿qué es lo que después de mucho tiempo nos vuelve mudos? El dinero del Golfo nos ha. comprado, la dictadura nos ha amordazado, introdujeron en nuestro corazón el miedo y la venalidad. Pobres excusas. Otros pueblos han padecido el yugo, la corrupción, la noche interminable; otros pueblos han sido derrotados. Daba vueltas y vueltas. Eso no les ha impedido crear un Sájarov, un hombre que enarboló su impotencia y la convirtió en dignidad. ¿Por qué ellos y no nosotros, por qué no nosotros, por qué no yo?

Argumentos y convicciones

Reunió a los extranjeros y los condujo secretamente a sitios donde puede golpear la muerte. Pensó que eso lo protegería. La vergüenza, una vez más. Osó pretender que eran sus huéspedes y sus invitados, casi ridiculizando lo único intacto que nos ha transmitido nuestro pasado, el deber de hospitalidad. Y de repente comprendí qué era lo pernicioso que nos esterilizaba la boca, comprendí cuál era la perversión que, precisamente hasta ese día, nos había abozalado. Ocurre que el hombre que nos domina con toda su brutalidad empapa sus argumentos en nuestras convicciones más arraigadas. Cómo contradecirle. Actúa para restablecer la dignidad de los árabes ofendidos, devolver sus derechos a los palestinos expoliados, derribar a esas tribus del desierto que acaparan el petróleo mientras millones de árabes se agitan a sus pies. Es demasiada injusticia.

Y Bush juega al golf en vacaciones. Y el fuego del cielo pende sobre nosotros, pobres de nosotros. Y todos vosotros, lejos de aquí, que parecéis excitados por el perfume de nuestra muerte, qué desprecio.

La trampa es temible, extraordinariamente cerrada; obliga al mutismo, a la complicidad. Si levantaba la voz para denunciarla después de todo este tiempo, después de toda una vida de silencio, sería acusado de salir del círculo, de tomar partido por el extranjero. ¿Veis? Mejor me hubiera callado, no hago más que agravar las heridas de familia, el jardín secreto.

Hubiera sido mejor, pero no puedo más. No soy mejor que otros ni más valiente. Nuestra religión, nuestra cultura, nuestro arabismo, nos prohíben estar solos contra nuestra propia comunidad. Pero no tengo nada más que perder, la vejez me empuja lentamente hacia la muerte. Es necesario que os lo diga, es preciso que un día se rompa el círculo, que dejemos de creer que el extranjero es la causa de todas nuestras desgracias, que lleguemos finalmente a hablar de nuestra propia responsabilidad, nuestro sufrimiento, la impotencia, esa que llevamos en nosotros mismos... Es por no haberlo comprendido que nos ha conducido a nuestra perdición, salvajes, acabados, todo el planeta unido contra nosotros. Mi voz es tan débil; sin duda es demasiado tarde.

Os hablo -os hablo, ya veis-, pero mi confesión no me aporta paz alguna. Ahora mi hijo va a alejarse de mí, va a decir que su padre le ha traicionado, nada menos. Y los primos, los amigos, el comerciante... Este pensamiento me hace padecer el martirio, no puedo huir de él.

En la escalera se me acercó un vecino. Me mostró el periódico. Allí se leía que la acción del grupo de naciones tenía como fin reestablecer el statu quo ante. Le pregunté qué quería decir; me respondió: la situación de antes. Dije: antes de qué; me miró de manera extraña. Yo habría querido que se restableciese otra situacióri de antes, que nos devolvieran aquel tiempo en que todo iba bien, ya no sé cuándo fue.

La gente todavía no era empujada en masa hacia las ciudades, trabajábamos para nosotros mismos, de veras; incluso las ideas tenían su sabor. Caída la tarde, verdaderas muchedumbres venían a escucharnos a nosotros, los poetas, recitar al aire libre. ¿Qué nos ha sucedido? Las justas eran a menudo violentas, pero tocadas siempre con cierta gracia. ¿Cómo adivinar este cerrado futuro?

El statu quo ante de las Naciones Unidas tal vez esté muy bien, no voy a discutirlo, pero en el fondo prefiero el tiempo en el que podíamos sentir alguna cosa juntos. Me detengo aquí. No voy a haceros el elogio del glorioso pasado, menos ahora. El pasado es nuestro consuelo, nuestra herida amorosa, nuestra cárcel.

Sélim Nassib es periodista libanés. Traducción: C. Scavino.

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