Aliarse con los que pagan
No parece que las relaciones entre la Administración tributaria y la ciudadanía sean muy fluidas. Tampoco en eso España es ninguna excepción. Pero si se quiere conseguir aumentar la credibilidad de nuestro sistema fiscal y concentrar los ataques en las bolsas aún existentes de fraude, el paso obligado es aliarse con los que pagan más o menos escrupulosamente sus impuestos, que son además los más vulnerables a cualquier mecanismo inspector o controlador.Predomina la sensación de que la presión fiscal ha llegado a ciertos límites infranqueables, y la misma dirección de la Hacienda de este país ha emprendido un notable esfuerzo para replantear estrategias y conseguir adecuar sus instrumentos a las nuevas necesidades. Es sin duda dificil lograr que la gente pague sus impuestos con la misma alegría con que acude a las grandes rebajas o a una agencia de viajes antes de ir de vacaciones, pero cuando no se consigue construir un sistema tributario que goce de un mínimo de aceptación social, prevalece la sensación de aislamiento de los organismos y agentes recaudadores y sólo se dispone de la represión indiscriminada como arma de gestión.
Ello es especialmente Importante en España, puesto que se ha tomado la opción de hacer recaer en el propio contribuyente el mayor esfuerzo en el trámite voluntario (u obligatorio) cumplimiento de los deberes fiscales. En 1989 fueron nueve millones los españoles que presentaron sus declaraciones de IRPF. Estamos, pues, ante un problema que afecta directa o indirectamente a la inmensa mayoría de la población española. Y frente a ello, o bien se asume que esos nueve millones son defraudadores hasta que no se demuestre lo contrario, o bien se trata de establecer ciertas alianzas con aquellos que presumiblemente cumplen sus obligaciones, para concentrar los esfuerzos de control en los individuos o grupos que mayores posibilidades tienen de escapar o eludir sus obligaciones fiscales.
Los defraudadores
Hemos de reconocer que no es éste el talante que hasta ahora ha predominado, o que ha parecido predominar, en la relación entre organismos de gestión tributaria y ciudadanos. Y si a ello añadimos la poca comprensibilidad de la relación impuestos-servicios que se reciben, no resulta extraño que haya ido calando en la sociedad un cierto estado de opinión favorable a los defraudadores. Los responsables de la Hacienda española parece que algo de ello han percibido cuando afirman en el reciente Libro Blanco, base de la reforma en curso del IRPF, que sólo con grandes cambios en la relación Administración-ciudadano "es posible progresar en la aceptación social del sistema y en el cumplimiento tributario voluntario".
En un reciente estudio sobre la Administración tributaria Michael Barzelay, profesor de Harvard, afirmaba que para que un ciudadano pueda sentirse más a gusto en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales deberían cumplirse ciertos supuestos: un notable grado de facilidad en el procedimiento previsto; una gran rapidez, en su caso, en la recepción de las devoluciones a que se tuviera derecho, y la sensación de que la inspección sólo se plantea en casos excepcionales, de que cuando se produce se desarrolla con un máximo de profesionalidad, y de que todos aquellos a quienes se conoce son tratados de la misma manera y cumplen igualmente sus obligaciones para con Hacienda.
Si relacionamos esos supuestos con la realidad fiscal de nuestro país, hemos de reconocer que la distancia que hay que recorrer es aún larga. A pesar de los esfuerzos recientes del Ministerio de Economía y Hacienda para facilitar el cumplimiento de las obligaciones tributarias, poco se ha avanzado. Muchas veces porque se ha olvidado que no sólo es importante realizar mejoras en el servicio, sino que también lo es darlas a conocer de manera eficaz y atractiva. Otras veces porque las inercias y rutinas de la estructura administrativa pueden más que los deseos o intenciones de sus dirigentes. Y también porque no se ha logrado modificar la imagen predominantemente agresiva y poco selectiva de una Administración fiscal y de unos servicios de inspección y control cuya labor, sin duda indispensable, no siempre ha contado con los recursos o cobertura adecuados.
Debe insistirse, por tanto, en la línea que prima una mayor colaboración con la gran mayoría de la población que cumple sus deberes fiscales, y ello implica facilitarle al máximo las cosas y agilizar con imaginación las devoluciones a que hubiere lugar. Pero ese mensaje debe también atravesar el conjunto de las administraciones públicas en un esfuerzo para mejorar los servicios que el ciudadano paga con sus impuestos, explicitando cuando sea posible la cantidad que con su contribución ha cubierto de su tratamiento médico, de su educación en el colegio o universidad pública, del coste de su visita al museo o de su viaje en el metro de la ciudad. Lo cual exige una perspectiva de gestión de problemas, más que de simple procesamiento de los mismos, así como un mayor ámbito de autonomía de los responsables del gasto público.
Sólo de esta manera será posible conseguir esa colaboración social o, al menos, esa menor resistencia al cumplimiento de las obligaciones fiscales que permiten hacer realidad no la utópica Hacienda somos todos, sino la frase mucho más realista, pero hasta ahora poco comprensible, invierta en España.
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