El impacto de la crisis del Golfo
La situación actual de las economías occidentales se asemeja mucho en algunos aspectos a la existente en el verano de 1973, justo antes de que se iniciara la espiral alcista de la primera crisis: inflación y déficit crecientes y temor a una recesión. Todavía hoy se discute si buena parte de lo que ocurrió después no hubiera sucedido en cualquier caso y si la incidencia real sobre los equilibrios macroeconómicos de la subida del precio del petróleo no ha sido sobrevalorada.Personalmente opino que sin la crisis del petróleo la recesión se hubiera evitado, o en todo caso no hubiera llegado ni de lejos a donde llegó, y por esas razones creo que la crisis actual, aunque no tan seria como la de 1973, puede tener un impacto muy negativo sobre las economías de los países importadores, y muy particularmente sobre los del Tercer Mundo, que han pasado de consumir el 18% del petróleo mundial en 1973 al 28% actualmente, o sobre aquellos industrializados cuya dependencia del petróleo y sus intensidades energéticas por unidad de producto interior bruto (PIB) son todavía muy elevadadas, como es el caso de España.
El primer efecto de una elevación de los precios del petróleo es un incremento en la inflación (vía costes), acompañado simultáneamente de una reducción en la demanda agregada y, en consecuencia, en la renta (o en el crecimiento de la misma). El segundo efecto es una redistribución de renta entre los países productores y no productores en favor de los primeros, que tiene consecuencias importantes sobre los mercados internacionales de capitales, cuyo volumen tiende a expandirse por el incremento del ahorro (productores) y el incremento de las necesidades de financiación (consumidores). Un tercer efecto es un incremento del déficit por cuenta corriente en las balanzas de pagos de los países consumidores y un superávit en los productores. En conjunto se produce una alteración seria de los equilibrios macroeconómicos preexistentes, tanto nacional como internacionalmente.
Las respuestas a estas alteraciones y sus resultados esperables son hoy conocidos, algo que no ocurría en 1973-1974, por lo que las medidas de política pueden y deben ser hoy más certeras y eficaces que en el pasado. Un primer elemento clave en el proceso de ajuste es la evolución de rentas (salarios, intereses, beneficios), tanto en términos nominales como en términos reales. Si el mantenimiento del empleo y la contención de la inflación son objetivos prioritarios, ello necesita como condición una reducción en las rentas reales (no sólo los salarios) que perciben los diferentes agentes económicos. Si esto no ocurriera, se produciría automáticamente una inflación de costes secundaria, la cual produciría una nueva contracción de la demanda (y de la renta y el empleo), a no ser que el Gobierno incrementara la oferta de dinero, lo que sólo sería un remedio temporal, ya que finalmente acabaría en una espiral precios-salarios que dificultaría enormemente la salida de la crisis, como ocurrió en España en los años setenta.
La mecánica del proceso es clara: la elevación del precio del petróleo supone una reducción de la renta real del país, renta que se transfiere a los países productores; si esta reducción de la renta real (o, si se prefiere, este empobrecimiento) no va acompañada de reducciones en las rentas reales que reciben los distintos agentes económicos, el sistema no puede encontrar un nuevo equilibrio, y ni la política monetaria ni la política fiscal pueden mantener el nivel de empleo preexistente. Otro problema adicional es procurar que todos los agentes económicos soporten el peso del ajuste más o menos por igual, y que ninguno de ellos intente cargar a los demás con todo el empobrecimiento que el proceso supone, algo muy difícil de lograr en la práctica.
Por lo que se refiere a los efectos sobre la balanza por cuenta corriente, que es otra de las grandes debilidades de la economía española actual, ésta tenderá a empeorar por el coste extra de las importaciones, y a mejorar en la medida en que nuestras exportaciones a los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) aumenten. Desgraciadamente, esta última parte es muy reducida (el 3,3% de las exportaciones totales de 1989), por lo que el déficit extra apenas si se compensa por esta vía. Ello agravará más aún una situación que de por sí era realmente preocupante, y una amenaza importante a las expectativas de desarrollo futuro de nuestro país, que puede acabar encontrando por esta causa una limitación a su crecimiento.
Para cuantificar el impacto sobre la economía española de la crisis del Golfo lo primero es tratar de definir un escenario de evolución posible de precios, y a partir del mismo tratar de evaluar las consecuencias macroeconómicas. Un escenario probable es el mantenimiento del precio del crudo en las próximas semanas, oscilando alrededor de los 30 dólares por barril, lo que equivale al cambio actual del dólar a unas 22.000 pesetas por tonelada, frente a las 12.480 pesetas por tonelada que nos costaron las importaciones de petróleo en el primer semestre (cuadro 1). Por otra parte, la guerra, que parece inevitable, ya que Estados Unidos, Arabia Saudí e Israel parecen estar totalmente decididos a destruir la amenaza que representa el ejército iraquí, y, por supuesto, a Sadam Husein, podría llevar temporalmente los precios del crudo hasta 45 o 50 dólares por barril, función muy principal del grado de destrucciones que se produzcan en los campos productores de los países en conflicto.
Los grandes campos saudíes productores de crudo, en la provincia de Al Hasa, de mayoría shií -el resto de los campos están en manos de suníes-, se encuentran a menos de 300 kilómetros de la frontera de Kuwait, por lo que son vulnerables a ataques aéreos con misiles tierra-tierra y a sabotajes. Bien es cierto que, dados los sistemas de defensa que se han instalado en los mismos y la experiencia de ataques similares en la guerra ¡rano-iraquí, los daños, si se producen, no deberían ser grandes. En previsión, la compañía Arainco, que opera los campos saudíes, ya está acumulando grandes piezas de recambio para reparar los daños posibles con rapidez, así como adicionales sistemas contra incendios.
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Cuestión diferente son las instalaciones kuwaitíes. Es razonable pensar que los iraquíes las habrán minado, y por muy incompetentes que sean, los daños a las mismas pueden ser importantes, aunque un asalto preventivo por parte de las fuerzas especiales podría, si tiene éxito, disminuir bastante el volumen de daños. En todo caso, hay que suponer que los campos kuwaitíes pueden quedar inservibles durante meses, aunque los saudíes podrían cubrir esta falta de producción sin problemas. Finalmente, los campos iraquíes pueden resultar también dañados, pero no parece razonable que los propios iraquíes los destruyan, como probablemente harían en el caso de Kuwait.
La guerra en sí no debería ser muy larga. Una vez que las unidades acorazadas norteamericanas (el III Ejército en particular) lleguen a esa zona, lo que no ocurriría totalmente hasta finales de septiembre o principios de octubre, la liberación de Kuwait y la destrucción del Ejército iraquí no debería necesitar más allá de dos o tres semanas, ya que una cosa es luchar contra un ejército medieval, como fue el caso de Irán, y otra muy diferente enfrentarse a soldados profesionales altamente motivados y equipados con el material más moderno. A partir de la derrota iraquí, la producción petrolera debería empezar a fluir normalmente, y los precios a restablecer un nivel más razonable.
Evidentemente, esto no es más que un simple escenario, probable, pero no seguro. Si de súbito se alcanza un acuerdo de paz, los precios bajarían inmediatamente; si, por el contrario, la guerra dura más de lo previsto y las destrucciones de instalaciones petroleras son mucho mayores, el precio del petróleo puede llegar a las nubes. No obstante, razonaremos el impacto sobre la base de 30 dólares por barril de media durante todo el próximo trimestre.
España consumirá en 1990 unos 48 millones de toneladas de petróleo y otros cinco más en gas natural equivalente, que está indexado con el petróleo. Estamos hablando, por tanto, de unos 53 millones de toneladas para 1990, lo que significa un coste adicional en este segundo trimestre del año de unos 250.000 millones de pesetas. Extrapolado a nivel anual, las importaciones de petróleo y gas supondrían un 2,4% del PIB, cifra mayor que la del año pasado (1,6% del PIB), y muy similar a la de 1974 (2,5% del PIB), aunque muy inferior a la de 1981 (5,8% del PIB).
En definitiva, aunque en este caso puede ser temporal, el impacto sobre nuestro PIB viene a ser similar al producido durante la primera crisis del petróleo, con la única salvedad de que entonces se pasé de súbito del 0,6%. del PIB en 1972 al 2,5%. en 1974; es decir, un empobrecimiento de España en 1,9 puntos del PIB, y ahora el empobrecimiento sería de unos 0,8 puntos, pero hay una serie de efectos adicionales que podrían llevar esta reducción a algo más de 1,5 puntos.
Sobre la balanza de pagos, el extracoste sería en esta hipótesis, y siempre en un periodo de 12 meses, de unos 6.000 millones de dólares, lo que agravaría el déficit por cuenta corriente hasta cerca del 6%. del PIB en el periodo. El impacto sobre la inflación sería del orden de 1,2 puntos en forma directa y hasta algo más de dos puntos sumando los efectos directos e indirectos, aunque el efecto total tardaría entre seis y nueve meses en completarse.
En todo lo anterior se ha supuesto la duración del conflicto durante 12 meses, lo cual parece exagerado. Si el tiempo es menor, los efectos serán también menores, y ello en forma prácticamente lineal (los efectos directos son lineales, pero no todos los indirectos). Como puede verse, el impacto es más bien moderado, pero el problema es que agrava una situación preexistente particularmente difícil (cuadro 2).
En definitiva, la situación en el Golfo es muy incierta. En un escenario probable (pero no seguro), el efecto sobre nuestra economía es moderado, pero la situación puede llegar a ser mucho peor, y por ello, la adopción de unas políticas monetarias y fiscales restrictivas, algo elemental. Los mecanismos y sus efectos son hoy perfectamente conocidos, y los errores del pasado sería inaceptable cometerlos ahora.
El problema de fondo continúa siendo, sin embargo, la fuerte dependencia de España de energías importadas. Sólo el petróleo, en el año 1989, representó el 53,3% del consumo de energía primaria, lo que está 10 puntos por encima de la mayor parte de los países industralizados (si exceptuamos Italia y Japón), y nuestra eficiencia energética no ha mejorado suficientemente.
El semanario The Economist afirmaba en su último número que España era el único país de la OCDE que consumía más energías por unidad de PIB que en 1973 (un 9% más). La cifra no es del todo exacta, pero evidentemente queda mucho por hacer, tanto en diversificación como en eficiencia de utilización, ya que en caso contrario, en una situación de crisis, somos siempre los que llevamos la peor parte. Y en un mundo en el que las dos terceras partes de las reservas están concentradas en un área geográfica tan pequeña (cinco países del Golfo), antes o después alguien se hará con el control (lo de Sadam Husein no es más que el primer aviso), y si no somos capaces de mejorar sustancialmente nuestro aprovisionamiento y de consumir menos energías por unidad de PIB, nuestro bienestar y nuestro modo de vida estarán en la práctica totalmente en sus manos.
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