La miopía de Yasir Arafat
Encuestadores en las naciones desarrolladas aseguran que, en los índices de credibilidad, los periodistas ocupan la última categoría, junto a los militares. El aluvión de información periodística y declaraciones de, condecorados que produjo la crisis del golfo Pérsico no ha modificado estos índices, pero al menos permite rendir homenaje al periodista Morton Kondracke, quien el 7 de mayo ya había descrito en el semanario The New Republic, de Washington, la inevitable invasión de Kuwait y los motivos que tenían en la Casa Blanca para hacerse los distraídos.En aquellos tiempos, Irak entregaba a los países occidentales el 20%, del consumo mundial de petróleo y dejaba el -grueso de sus inmensos ingresos en manos de los fabricantes de armas de la URSS, Francia, Reino Unido, Alemania, Brasil, EE UU, Italia, Suecia. A cambio, recibía toneladas de chatarra que sólo podía servir, por su inferioridad tecnológica, en aquellas guerras autorizadas por las grandes potencias.
Más aún, cuando Sadam Husein integró su discurso con el tema de la guerra química, en Washington prefirieron leer otros textos: el Departamento de Agricultura informaba que Irak adquiría productos agrícolas por 1.000 millones de dólares al año, incluyendo el 24% de las exportaciones de arroz de Estados Unidos.
Hacia fines de 1989, Estados Unidos hizo una reevaluación de su relación con Irak y no encontró motivos para introducir cambios. El iracundo periodista Kondracke subraya que, el 27 de octubre, John Kelly, subsecretario de Estado para Oriente Próximo, declaró en la reunión del Middle East Institute: "Irak es una nación importante con gran potencial. Queremos profundizar nuestra relación y ampliarla".
Para esa época prevalecía en Washington la tesis de que Irak se había convertido en "una potencia, regional emergente" a la par con India, Brasil, Paquistán y Vietnam.
Cualquier líder político más o menos en sus cabales hubiera comprendido que sólo la paz y el statu quo podría permitirle, en esas condiciones, ser el conductor del mundo árabe. Y admitir que era lo máximo a que podía aspirar. Ya había concluido la construcción del nuevo oleoducto que permitía a Irak llegar hasta el mar Rojo a través de Arabia Saudí. Los planes originales eran, incluso, audaces y brillantes: destinar parte del ingreso que reportaría la exportación por esa vía para adquirir productos alimenticios y distribuirlos en el subalimentado y miserable mundo árabe.En vez de alimentos, cuando al barco iraquí Al Quadisiyah le fue impedido por el bloqueo, el reciente 13 de agosto, acercarse a la nueva terminal, Sadam Husein modificó su oferta: "Que la gloriosa mujer iraquí demuestre que es capaz de defender la patria y el honor consumiendo la menor cantidad de alimentos posible, y utilizando la menor cantidad posible de ropa, incluyendo las de calidad inferior".
Sadam Husein prefirió un supuesto llamado del destino y una posible decisión inapelable de Alá, y lanzarse a la única aventura que al mundo actual le resulta insoportable: alterar el equilibrio geopolítico, aun precario, en momentos en que Este y Oeste tratan de evitar los estallidos sociales y políticos que amenazan a la Europa ex comunista.
Husein se embarcó en una lectura equivocada de la actualidad. Como a Leopoldo Galtieri antes que él, los datos de la realidad le resultaron menos atractivos que la elegancia con que los preparaban sus asistentes militares a la hora de salir al balcón de la victoria. Al placer del espejo seguía el delirio de sesudos informes, geopolíticos: del embajador de Irak en Washington, Mohamed al-Machat, en su caso; del canciller Nican or Costa Méndez en estos barrios.
Ambos iluminados cometieron el mismo error: no comprender los límites de la permisividad norteamericana. La profundidad y complejidad de la alianza con el Reino Unido en el caso de Costa Méndez; el rol de Arabia Saudí en el edificio de la economía de Estados Unidos, en el caso de Mohamed al-Machat.
En la I Guerra Mundial, los periodistas británicos solían decir que la primera víctima del conflicto era siempre la verdad. Después todo se reducía a inventar heroísmos propios y crímenes ajenos.
En los conflictos de Oriente Próximo, en última instancia, la principal víctima es siempre el pueblo palestino.La situación que resultará en el golfo Pérsico después de los acontecimientos no diferirá en lo esencial de lo que ha sido hasta fines de julio. Entre el precio que se fijará al petróleo y los fondos que aportarán Kuwait, Japón, Qatar y Arabia Saudí equilibrarán las cuentas de Estados Unidos. Turquía, Irak y Siria seguirán reprimiendo a sus minorías kurdas, drusas y armenias, y los fabricantes de armas disponen de suficientes expertos para probar que no se deben reducir la producción ni los presupuestos militares; que por suerte desapareció el peligro de una guerra nuclear, pero fueron bendecidos con las posibilidades de conflictos regionales.
Sadam Husein dio un golpe devastador a los intentos de acomodar los presupuestos militares de las grandes potencias a la desaparición de la guerra fría. Más aún, facilitó el camino para que en Oriente Próximo continúen las adquisiciones de armas de una tercera generación cuando ya Estados Unidos e Israel se encuentran entrenando a sus hombres con las de la quinta generación.
Pero los palestinos de los territorios ocupados perdieron casi tres años de sacrificada rebelión (Intifada) porque sus burócratas del exterior, los funcionarios de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que nada arriesgan personalmente en enfrentamientos con las tropas israelíes, son incapaces de elaborar un proyecto político independiente de las iluminaciones de Sadam Husein o Gaddafi o Hafez el-Asad, y más ligado a la realidad israelí.
Hace un año, enviado por la revista Mother Jones, de Estados Unidos, pasé poco más de una semana en la ciudad de Túnez, en conversaciones con los líderes de la OLP, en su hermoso cuartel general. Transcurríeron varios meses de negociaciones entre el director de la publicación y la OLP hasta que Yasir Arafat aceptó que yo lo reporteara para Mother Jones con agenda abierta. Desgraciadamente, algo inesperado ocurrió: para la misma época, Carlos Menem se ofreció, en la Conferencia de Países No Alineados, de Belgrado, a mediar en Oriente Próximo con un argumento que le pareció inapelable: habla árabe y tiene un amigo judío.
Desde hace un cuarto de siglo, Yasir Arafat compra todo lo que se ofrece en el mercado que ténga aspecto de una solución milagrosa. Por supuesto que el milagro que prometía Menem para Oriente Próximo no fue di-
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ferente al que electrizó a sus votantes argentinos. Por supuesto que Arafat se quedó con Menem, postergó para alguna fecha más remota el encuentro con un rabioso alfonsinista, y yo pasé varias hermosas jornadas al borde del Mediterráneo charlando con Bassam Abu Shariff, segundo de Arafat, y algunos de sus asesores.
Salí de Túnez convencido de que había seria posibilidad de una paz entre palestinos e israelíes. Bassam había sido un experto terrorista, y su explicación sobre el fracaso del terrorismo y el daño hecho a la causa palestina ya había resultado convincente en sus conversaciones con jefes de Estado en Europa, sus artículos en The New York Times y Le Monde, y hasta en su té con la reina de Inglaterra. Fue su agilidad diplomática la que llevó a la reunión de líderes judíos con Arafat en Estocolmo y al inicio de conversaciones de EE UU con la OLP en Túnez. La solución del enfrentamiento israeh-palestino, la creación de un Estado palestino, sería el resultado de una negociación directa entre los dos pueblos, quizá de una conferencia internacional como complemento de esa negociación, pero nunca de un milagro latinoamericano.
El otro punto que quedó claro fue que, sin una democratización profunda de la vida política israelí, la solución pacífica era imposible. Aun cuando el sistema político israelí hacía muy difícil crear un Estado democrático, aun cuando ese sistema y ese Estado eran dominados por fundamentalistas y colonialistas, las relaciones entre los palestinos y el campo democrático israelí se habían profundizado y ampliado. Más del 10% de los 120 parlamentarios que constituyen el poder legislativo en Jerusalén se entrevistaban frecuentemente con líderes palestinos. Imitando a las madres de la plaza de Mayo, una vez por semana, las mujeres de negro se reunían en la plaza Francia de Jerusalén, exigiendo la paz y el fin de la ocupación de los territorios palestinos. Se multiplicaban las caravanas de israelíes que llevaban solidaridad a las aldeas destruidas por los soldados de Israel, a las ciudades asediadas de Gaza o Nablús.
Todos los días del año había israelíes en Túnez discutiendo una fórmula pacífica para la creación de un Estado palestino que garantizara la seguridad de los dos pueblos. Entonces apareció Sadam Husein. Una vez más, incapaz de entender al mundo que le rodeaba, Arafat alineó a la OLP en el campo equivocado, el del milagro inmediato, el del Irak que en pocas horas habría de destruir las ciudades de Israel en el segundo holocausto de este siglo infame. Tiró por la borda todo lo construido en el edificio elogiado por Bassam Abu Shariff, el de la democratización del pueblo israelí. Uno de los grandes líderes pacifistas de Israel, Dedi Zucker, vocero del Movimiento por los Derechos Ciudadanos, quien arriesgó la cárcel por haberse reunido con miembros de la resistencia palestina, declaró: "La OLP ha iniciado una nueva estrategia que podrá resultar desastrosa para los dos pueblos. Al elegir a Sadam como su líder, perderán el proceso de paz en Israel".
Esa inmediata adhesión a Sadam y los comunicados triunfales tipo guerra de las Malvinas que escuchaban los palestinos de los territorios ocupados tanto como los árabes israelíes de Haifa y Jerusalén, crearon una euforia callejera ante la posibilidad de que Israel fuera destruido, que por mucho tiempo hará dificil reconstruir lo que se llamó el campo de la paz.
Un hombre que hace años lucha por un acuerdo pacífico, el veterano alcalde árabe-cristiano de Belén, Elías Freij, replicó, al día siguiente de la acción de Husein: "Nada hay en la ocupación de Kuwait que los palestinos deban celebrar. La acción de Irak alejará la atención del tema palestino en momentos que Estados Unidos presionaba a Israel para llegar a algún compromiso. Nosotros, los palestinos, entramos ahora a una congeladora de 60 grados bajo cero".
Uno de los abusivos argumentos de la OLP ha quedado pulverizado: que la falta de una solución al problema palestino convertía Oriente Próximo en un polvorín impredecible. La guerra Irán-Irak y la invasión de Kuwait refutan radicalmente esa premisa y obligarán a buscar otras parafernalias geopolíticas. Nunca hubo en Israel una mayoría tan abrumadora de la población convencida de que árabe es sinónimo de destrucción judía. Será difícil exigir que se suspenda la producción de bombas nucleares.
Pienso que la OLP tenderá a desaparecer, en el mejor de los casos, si es que no retorna a un terrorismo que el general Ariel Sharon y los halcones israelíes ansían con esperanza y esperan con el aliento contenido. También es posible que Arafat y la burocracia de la OLP continúen su ostentosa vida peripatética mientras haya un Sadam Husein o un Gaddafi dispuesto a sufragarla en Túnez, París, Roma, Madrid y Nueva York. Pero ya el respetado editor y periodista propalestino Maxim Ghilan, editor de Israel & Palestine Report, me envió desde París su declaración del 23 de agosto: "Dentro del liderazgo de la OLP, la identificación de Arafat con Sadam Husein fue criticada como un paso peligroso".
Con la explosión de la Intifada, en diciembre de 1987, los palestinos comenzaron a entrar en la historia real, luchando dentro de su país contra el ocupante extranjero, dejando de lado el lunatismo terrorista contra objetivos civiles. La adhesión de Arafat a Sadam Husein los está por expulsar, una vez más, de la actualidad. Cuando busquen la puerta de reingreso, es muy poca la ayuda que recibirán de un mundo absorbido por sus propios problemas y la velocidad de los cambios.
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