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Lo lírico

De pronto, las plazas de toros se llenan por la noche, los estadios olímpicos revientan de coches aparcados, los servicios de protección civil despliegan su estrategia, los policías municipales cortan calles y desde las gradas una mujer grita arrebolada por la emoción: "¡Bravo, Tutto!". Y el tal Tutto no es ni un defensa ni un banderillero, sino un equilibrista de la voz humana al que los recién llegados a la cosa lírica le han rebautizado con el eslogan de su disco. El mundo se nos ha llenado de tenores, y ahora ya no nos reciben en el tabernáculo florido de sus camerinos, sino en las enormes explanadas de los estadios. Dicen que esto es un síntoma de la creciente sensibilidad de la gente y de la popularización de la cultura, pero lo cierto es que el año pasado para ver cantar de tú a tú a Pavarotti en el Liceo bastaban 12.000 pesetas y ahora verlo de cara y cerca en el estadio Olímpico puede salimos por 25.000. Lo de la lírica es como el petróleo, que cuanto más lloramos, más caro resulta.Será porque la lírica ya no es un arte, sino un perfume. Entrar en la galaxia de esos astros de la ópera equivale a sacamos de encima y de un plumazo toda la cazurrería folclórica y la alegría zarzuelera que nos caracterizaba. Esos tenores, que antaño fueron ejemplo de casquivanía y frivolidades, son ahora el paradigma del hombre bondadoso y solidario. Y basta escuchar esas voces oceánicas e impostadas para que hasta las rancheras pierdan su eco tabernario y sean recibidas como una licenciatura de sensibilidades espirituales. En esa impostación de la voz cantada está la nueva y artificiosa frontera entre lo vulgar y lo selecto. Y en esa lágrima furtiva que cae sobre el compact disc del anuncio de la tele se encuentra el mensaje de la súbita clasicidad musical que nos invade. Llorar ya no nos pertenece, y la emoción ya nunca crecerá fugaz y asilvestrada. La lágrima culta la sirven con música clásica y en italiano. Todo lo demás es la llantina de los pobres.

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