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Reportaje:CRONICAS DE VERANO

Coto de playa en Menorca

Miguel Ángel Villena

Tras deambular más de una hora en coche -por caminos pedregosos e impracticables una veintena de arriesgados turistas se preguntan confusos por el acceso a cala Pregonda, uno de los rincones más abruptos del litoral menorquín. Al final de la estrecha senda, una rústica valla detiene la caravana de vehículos. "Este camino no conduce a ninguna playa", reza un rudimentario letrero de madera. "Es mentira", comenta uno de los excursionistas, "pero, a partir de aquí, habrá que caminar hasta cala Pregonda". Los turistas desisten, agotados por el calor y por los intrincados laberintos de pinadas, riscos y campos que preceden a la mayor parte de las 70 calas de la isla de Menorca. Cercados, tancas, pastos para los miles de vacas menorquinas, avisos confusos, falta de señalización adecuada y advertencias de cotos de caza convierten el peregrinaje hasta las playas en un sufrido calvario o en una larga excursión que requiere de paciencia y un perfecto mapa. Los apenas 60.000 menorquínes nunca se han mostrado partidarios de dar facilidades al turismo masivo y este empecinamiento en preservar una isla, que ha vivido de la industria de los zapatos, la bisutería y la agricultura, ha convertido al territorio más orieptal de España en un lugar todavía apacible y tranquilo, saludable y resguardado de las invasiones turísticas.

Conciencia de isla

Quizás los cercanos ejemplos de Mallorca. e Ibiza, donde lo único que parece importar es el precio del metro cuadrado urbanizable, tal vez la influencia de un siglo de dominación británica e ilustrada en el XVIII o, a lo mejor, la histórica preferencia de los menorquines por las industrias de calzado o de bisutería, por la ganadería y la elaboración de productos lácteos, han contribuido a alejar de la isla las tentaciones turísticas. "No cuenten lo que se disfruta en Menorca. Será peor y acudirá más gente", observan algunos menorquines en un resumen de la filosofia que ha inspirado a los habitantes de esta isla de 700 kílómetros cuadrados.Como en las seducciones más deseadas Menorca juega con, el viajero, se deja querer, se esconde entre sus calas y sus vientos. Pero vuelve. a aparecer, una y otra vez, majestuosa y plácida. Subrayan los expertos que a una isla se ha de llegar en barco y nunca en avión para tomar con.ciencia de insularidad. Y la aseveración adquiere todo su valoren Menorca. El acceso en barco a Mahón, uno de los,mejores puertos naturales del Mediterráneo, permite repasar además la historia de Menorca. En las instalaciones militares de la ría, en la elegante mansión que disfrutara el almirante Nelson, en los anuncios de la ginebra autóctona, en las voces de un catalán puro y dialectal de los pescadores se hallan muchas de las claves de la isla.

Ciudad fortificada y comercial, Mahón fue elegida por los británicos como capital por las ventajas militares que ofrecía su abrigado puerto. De este modo, los gobernadores de su Majestad apostaron en el siglo XVIII por el progreso y despreciaron a la nobleza de Ciudadela, situada en el otro extremo de la isla, y testigo de las glorias de la- Corona de Aragón, de los fastos de los obispos, de los señoriales palacios. La corta distancia de 50 kilómetros que separa a las dos ciudades se convierte en un abismo cuando se repasa la historia o, incluso, cuando se analiza el presente. La rivalidad entre la capital administrativa y la cultural está definida en una anécdota que relata el novelista Guillem Frontera en su Guía secreta de las Baleares.

Hace unos años, el barco que cubría la línea entre Alcudia, en el norte de Mallorca, y Ciudadela fue desviado por una tormenta y hubo de recalar en el puerto de Mahón. Ni cortos ni perezosos los responsables portuarios enviaron un telegrama a sus colegas de Ciudadela con este texto: "Hemos recibido barco por mar, lo devolvemos en tren". Huelga decir que Menorca no dispone de vía férrea.

Con el paso del tiempo y al compás de los atractivos turísticos, Mahón y Ciudadela han llegado a compenetrarse como las dos facetas de un mismo encanto. Mientras la primera ofrece su atractivo comercial e industrial, la segunda brinda la marcha nocturna en un puerto atiborrado de envidiables yates y embarcaciones de recreo o en los paseos por una de las ciudades más bellas del Mediterráneo.

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Sabor a piratas

Desde el monte Toro, la máxima altura de la isla con sus 358 metros, puede contemplarse de Occidente (Ciudadela) a Oriente (Mahón) una isla verde, castigada por el viento de tramuntana, llana. Se adivinan los pueblos del interior como Mercadal o Ferreríes y se intuyen las escarpadas calas, los impresionantes acantilados. La actitud de los menorquines ha impedido que horrorosas urbanizaciones prét a porter para alemanes o ingleses hayan destrozado parajes como las calas de Escorxada, de Fustam, de Pregonda, de la propia Macarella, todavía paraíso de hippies trasnochados. Una concepción racional del turismo ha abierto paso a urbanizaciones bien diseñadas como Binibeca o Son Parc, donde los guiris extranjeros no suelen buscar bronca ni jaleo a base de cervezas y canciones rancias. Y sólo en contadas ocasiones la especulación ha podido con la Naturaleza como en el complejo turístico de la antaño maravillosa cala Galdana.El recuerdo de las fechorías de los piratas turcos o berberiscos está presente en monumentos y obeliscos. Invasiones, como la turca de 1558 en Ciudadela, diezmaron la población y saquearon los palacios. "Todo huele aquí a piratas", observa un veraneante de' la isla. No se equivoca.

Con una de las rentas per cápita más altas de España y uno de los índices de paro más bajos, Menorca se puede permitir el lujo de ciertos cortes de manga a los turistas, a los contemporáneos piratas. Como el comentario del encargado de un restaurante del coquetón puerto de Fornells, en el norte de la isla: "En quince días de agosto han llegado 5.000 personas. Esto es una porquería". Con observaciones así Menorca tiene asegurado un coto de playa.

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